viernes, 19 de noviembre de 2010

Yesca.

Tú en las sombras. Tú con tu traje a rayas, tu corbata roja. Tú y tu estuche. Tú de cuclillas junto a un carro. Tú en las sombras. Tus fierritos descifrando la cerradura. Tú abriendo la puerta en silencio, cruzando los cables, encendiendo el motor. Tú y los faros apagados, tú sin salir de primera, tú y las tres cuadras obligadas. Tú y después las luces. Tú y después segunda, tercera, cuarta. Tú y tu mano hurgando en el bolsillo del saco. Tú y tus dedos dejando una tarjeta en el retrovisor. Tú, y el carro, y el barranco. Tú saliendo del carro diez metros antes del borde. Tú y las luces que caen, y el sonido del hierro, y sacudirte el polvo, y dar unos pasos, y llegar a tu carro, y sacar la llave, y encender el motor, y marcharte a casa.

Tú despertando antes que tu mujer, bañándote en silencio. Tú poniéndote el traje, la corbata amarilla, desayunando en la cocina, tomando jugo de naranja, leyendo el periódico, ignorando a los niños.

Tú y la noticia en la radio del decimonoveno auto “ejecutado” en un mes. Tú y la sala de juntas. Tú y papeles, y números, y gritos, y victorias pírricas. Tú en tu computadora, tú en el baño, tú comiendo con un cliente, tú y tus números y tu teléfono.

Tú aprovechando que eres jefe y que sales temprano. Tú quizá robando el auto de tus empleados. Tú quizá robando coches de desconocidos. Tú a veces saltando a último momento. Tú a veces saliendo con más calma. Estrellándolos. Estrellándolos. Tú y tu carro esperando a un lado. Tú y el beso a tu mujer siempre que llegas a casa. Tú viviendo así. Tú algunas noches no, otras noches sí. Tú y tu mujer que no sospecha, tus hijos que no sospechan, tus empleados, tus clientes, tus socios que no sospechan. A veces sí, a veces no. Tú y tu poder. Tú viviendo así.

Tú viviendo así durante meses, con tu estuchito, tus herramientas en la guantera. Tú viviendo así, dejando tarjetas con nombres falsos en los retrovisores. Tú viviendo así, con tus trajes perfectos y tu carro esperando entre el olor a caucho quemado. Tú viviendo así. Tú viviendo así. Tú viviendo así hasta el día en que sales del trabajo y no encuentras tu carro.

Tú corriendo por la calle, tú tomando un taxi, tú dando instrucciones, tú llegando al barranco. Tú en el borde, tu carro en el fondo. Tú bajando, tu carro en el fondo. Tú a diez metros, tu carro en el fondo. Tú a ocho metros, tu carro en el fondo. Tú a tres metros, tu carro en el fondo. Tú en el fondo.

En el retrovisor tu tarjeta.

jueves, 14 de octubre de 2010

Árboles.

Las funciones de la copa de un árbol son diversas y variopintas. Por ejemplo, hay quienes las utilizan para escapar de casa por las madrugadas, o para tejer nidos como los pájaros. Hay quien se cuelga de piernas desde sus ramas, y quien se sube sólo para tener una excusa para llamar a los bomberos y sentirse menos solos. Hay quien asalta una tienda y se esconde entre el follaje, y está también quien hace un nudo a una rama, se ata otro nudo al cuello, y da un brinco para formar la fruta más triste que ha colgado de un árbol.

Los troncos, ni se diga, también cumplen funciones importantes: Hay quienes se encadenan a ellos, y hay quien los abraza; hay aquellos que graban sus iniciales en sus cortezas, y quienes chocan con ellos cuando están distraídos; hay quienes les encajan un hacha, y quienes se rascan la espalda con sus nudos. Yo me cuento entre estos últimos.

Las funciones de las raíces, por otro lado, gozan de mala fama: se puede resumir todo en que provocan tropezones y forman asientos harto incómodos. Sin embargo, no hay mejor ni más viva sombra que la que nos rodea cuando estiramos los brazos entre las raíces de los árboles. Cuando se puede.

En fin, que los árboles son hombres barbudos o mujeres con peluca que sirven para demasiadas cosas. Sin duda alguna, la mejor de ellas es que los árboles son el mejor sitio para matar las tardes cuando estoy (o no) contigo.

Prolegómenos.

Mi nombre es Santiago Izquierdo, y soy el personaje de una historia.

Es importante entender que aunque la historia pueda o no ser intrascendente, yo soy sólo el personaje, y nada más. Bien podría ser un hombre enamorado. No un hombre especial, no. De lo que estoy hablando es de un hombre común. Un peatón. O bueno, sí, también podría ser un hombre especial, uno de esos hombres con suerte, con un destino marcado, con una sombra dorada.

En fin, pongamos que este hombre, especial o no, se enamora. Pongamos que me enamoro. Y ese amor podría ser común o espectacular, todo depende de la historia. La depositaria de mi amor podría también ser tan especial, o tan pedestre como cualquiera. Podría corresponderme o no, como a veces pasa. Podría ser mi vecina, o vivir en el centro, o en París, o Bogotá, o Beijing, o Coyoacán. Podría vivir en un barrio pobre, o en una residencial privada. Podría tener un padre muerto, o un mal empleo, o un apartamento con vista al mar, o zapatos de tacón, o un vibrador en el cajón. En fin, aunque sea difícil de entender, podría ser tan personaje como lo soy yo. Y entre estos dos seres que somos, cotidianos o no, podría haber una historia, cotidiana o no, que podría dar resultados espectaculares. O no.

Por suerte hay a quienes les gusta hurgar en esas historias, comunes o no, y todavía más: les gusta imaginarlas o vivirlas. Y pueden ser tan corrientes o tan fabulosos como el siguiente. Lo realmente sorprendente (o por lo menos me lo parece a mí, que soy muy bobo y no sé cómo es la vida) es que no haya gente sin historias. Y cuando me entero que hay gente con familias propias, y cuadernos propios, y psicosis, y hábitos, y cajones repletos propios, no sé, me da como un escozor porque de lo único de lo que he estado pendiente en mi vida es de mis propias psicosis y hábitos y cajones repletos. Y más curiosidad me da saber que hay más historias y más mundos y distintas impresiones de un mismo cielo. Y me sorprende que haya amores que no son el mío, y que haya sueños que no comparto, y que haya risas, o gritos o llantos u orgasmos que no escucho. Y que no escucharé jamás, por cierto. Y todo esto a ustedes le parecerá muy obvio y bobo, pero, no sé, como que a mí no me entregaron un manual de la vida diaria, ni de la realidad ajena, ni nada por el estilo. Seguramente lo dieron un día que me hice el enfermo y falté a la primaria y por eso me sorprendí cuando todos se empezaron a saludar de beso.

Mi nombre es Santiago Izquierdo, y bien podría ser el personaje de una historia. O no.

viernes, 1 de octubre de 2010

Capítulo sin número número trece.

Letras.

El pantalón de su pijama es de color turquesa con estampado de gatitos negros que trepan por las piernas. Entra al estudio cepillándose el cabello mientras Santiago está escribiendo en su laptop. En una taza tiene coca-cola, el cenicero está repleto de colillas. Santiago nota a Ana, pero sigue escribiendo. Ella sólo observa. Cuando él termina de escribir la línea se detiene.
—Deberías de regalarme tu pijama.
Ana ríe —¿Por qué?
—¿Por qué no?
—Porque es mía.
—Me vería mucho mejor con ella.
—¿Con tus sexys piernas?
—Claro.
Ana sonríe y Santiago da un sorbo a su taza.
—¿Qué escribes?
—Nada, apenas un esbozo de un cuento.
—¿Nomás un esbozo?
—Sí. Estaba escribiendo algo tan cursi que no querrías leerlo jamás hasta que intenté hacer una pausa para hacer un cuento que se me ocurrió. Llevo como media hora trabado en un párrafo. Mi writer's block continúa, pero guardé la idea: saltimbanquis suicidas.
—No suena mal. ¿Llevas rato bloqueado?
—Una madre. Debería haber all bran para la creatividad.
—Vaya que ayudaría. Sería un negociazo.
—Nos podríamos aprovechar de los procrastinadores universitarios que no han acabado su tesis.
—Hey, mira, que yo todavía no acabo mi tesis.
— ¿En serio?
—Hace como seis años que mi tesis tiene asentamiento al cruce con semáforos en Calzada Desubicación desde Avenida del Limbo Académico hasta Rio de la Inspiración.
—Vaya, no tenía idea.
—No te apures, no es como que he echado de menos el título.
—No es particularmente importante. Yo lo obtuve y nunca lo he utilizado.
—Yo no lo obtuve y nunca lo he requerido. Lo único que me molesta es saber que nunca pude acabar la maldita tesis. Siento que ese bloqueo sigue en algún punto y es un peso que no me he sabido quitar de encima.
—A mí en cambio los bloqueos nunca me agobian, sólo me son inconvenientes.
—Lucky you.
— ¿Sonó muy prepotente?
—Algo, sí; pero no te apures.
—Áronou, a veces me pasa que no puedo cuajar alguna frase y me quedo estancado por mucho tiempo. Pero no me preocupa demasiado, lo dejo pasar y me quedo tan tranquilo. Después, quizá, lo retomo. Otros en cambio siguen en la lista de espera. Por ejemplo, la mayoría de mis cuentos los hice con tres meses de diferencia entre la primera frase y el primer punto.
—Me gustaban mucho tus cuentos viejos. Solía enseñárselos a mis novios para ver cómo reaccionaban. Era divertido, era como presentarles a mi amante.
Santiago suelta la carcajada mientras Ana sonríe.
—Te juro que nunca me había causado tanto gozo mi oficio— dice todavía entre risas— nunca había valido tanto la pena.
—Yo pensaba que te encantaba escribir nomás por escribir.
—Sí y no. Me encanta escribir, pero leer es lo máximo.
Ana sonríe
—Lo es— dice.
—Y lo curioso es que a veces se me olvida. A veces caigo en cuenta que se van acumulando los días en que no abro los libros que llevo en los bolsillos cuando salgo. O, en todo caso, me pongo a leer libros de cosas que en realidad no me mueven, o que no me importan, y que lo hago sólo porque siento la obligación de leerlos. Y así no.
—Qué horror
—De hecho, de un tiempo para acá me había olvidado de lo lindo que es meterse a leer con las orejas calientes en un café cualquiera. Es tiernísimo. Sobre todo en esta ciudad donde a una iglesia le sigue un prostíbulo, y un antro le sigue a una librería, cualquier excusa para volver a ser romántico basta.
—Es extraño, pero a pesar del estilo de tus cuentos siempre me has parecido un romántico.
—¿Y cómo es el estilo de mis cuentos?
—No sé, rítmico, visceral, crudo.
—Bueno, sí. De hecho, dada la cantidad de personajes que tiendo a asesinar en mis cuentos, no dejo de preguntarme por qué mis familiares y amigos no desconfían más de mí. Coño, que hasta me pregunto por qué dormir a unos metros de mí no te quita el sueño.
Ana ríe. Se sienta en el futón del estudio. Enciende un cigarrillo. –Supongo que es porque, a pesar de tu memorable saldo de muertos, tengo la sensación de que como narrador tienes una ternura muy rara.
—Narrar es una exageración, francamente.
—En fin, que no me das miedo.
Santiago se queda callado, pensando.
—Hace años que no hago un cuento de amor. De hecho, no creo nunca haber hecho uno. Supongo que la razón principal es que es terriblemente más entretenido fotografiar la muerte, que insinuar el amor.
—¿No querrás decir que es mucho más fácil?
—No sé si más fácil, pero sí mucho más barato. Pero sí, imagino que es más fácil despertar en el lector el miedo de la muerte a intentar expresar toda esa vorágine de mariposas (o acaso orugas) del que ama. Si saco la cuenta, en toda mi vida sólo he leído dos o tres textos de amor que realmente me hayan movido el piso. Es decir, puedo ponerme medio eufórico cuando después de toda una novela los personajes terminan juntos, pero eso es como un gozo en tercera persona, ¿sabes? No me causa empatía a mí como individuo, pero sí como lector.
—Sí, sí te entiendo.
—En cambio, ha habido veces (y te juro que no pasan de tres) en que realmente puedo decir “¡Yo he sentido esto!”. Pero, si sacas la cuenta, el que de entre todo lo que he leído sólo haya podido empatizar con un par de textos que giran en torno al amor, significa que la cosa está medio jodida.
—O maravillosa.
—Es como los poemarios. Yo amo los poemas, pero detesto los poemarios.
—¿Cómo es eso?
—Pues que para mí hay poemarios que sólo existen para justificar la publicación de un único buen poema.— Santiago duda— Y no sé cómo sentirme al respecto, ¿sabes? Es decir, a fin de cuentas ¿quién soy yo para saber o decir qué se debería o no publicar?
—Pues eres el que lee. Osea, que –creo yo— como lector tienes bastante derecho a exigir.
—¿Será?
—¿Pues sí, no? Es como en lo dramático: lo preocupante no es qué tan bajo pueda caer el teatro, sino qué tan bajo llegue el público. No entiendo por qué crees que la gente espera que dejes de ser subjetivo
—Pues… sí, tienes razón. Pero que conste, por esta vez pasa, pero no voy a permitir que tengas siempre la razón— Ana ríe, Santiago continúa. —¿Por qué no ser subjetivo? Hay cosas maravillosas perdidas en el lodo, pero tampoco se trata de llenar los estantes con noventa libros que tengas seis o siete cosas buenas en total.
Santiago enciende un cigarrillo.
—Siento que choca con lo que creía cuando era chico.
—¿Y eso era…?
—Que todo era digno de ser publicado. Que todo debía ser publicado, cualquier intento. Cuando trabajaba en la librería y veía los pasillos enormes dedicados a la superación personal y las contrastaba con las mini-secciones de literatura me sentía desolado. Veía esos tirajes endemoniados de tipos que publicaban lo mismo y sentía una suerte de compasión por el escritor pequeño, por la editorial pequeña.
—¿Y ya no?
—Pues… no. Ya no soy de la idea de que todo escritor independiente deba ser glorificado. Bueno, eso sí, sigo pensando lo mismo de los libros de superación— Ana ríe— y, no sé, supongo que es parte de crecer. Por ejemplo, a los trece años creía en el rock, a los quince en la poesía, a los dieciocho en la trova, a los veinte no creía en nada, a los veintidós en la novela, a los veintisiete creía en el jazz; y ahora creo en José Alfredo Jiménez. Lo mismo me sucede con el cine. Hoy día el saber que una película es independiente para mí no significa que tenga carta blanca, así como una superproducción no tiene por qué se esencialmente mala. Por ejemplo, no hay película de Pixar con la que no haya llorado, pero hubieron películas de arte que me tuvieron cinco horas haciéndome sentir estúpido. ¡Y es normal! En mi adolescencia me gustaba creer que mientras más exigua la película mejor era la calidad, pero la verdad es que hay bazofia en todos lados. O, bueno, no bazofia, pero sí cosas terriblemente aburridas. Te juro que hoy día, si me mandan a una isla desierta y me preguntan si qué prefiero llevarme, las obras completas de Bergman o las versiones extendidas del Señor de los Anillos, sin duda me voy con las de Tolkien.
Ana suelta la carcajada.
—¿El Señor de los Anillos? ¿En serio?
—Hey, mira que yo siempre querré más a mis versiones extendidas de lo que te quiero a ti.
Ana todavía ríe. —¿Y eso por qué?—
—No sé explicarlo, pero hay algo de esas películas que me mueve, que me hace sentir mucho mejor al final del día. Y es lo que te decía hace rato, es la diferencia entre leer lo que tiene que ser leído en contraposición a lo que realmente queremos leer. –Santiago suspira— Y, además, prefiero mil veces la fantasía. Vamos, que prácticamente tengo un doctorado en fantasía. La fantasía es mi mañana fresca, mi comida a mediodía, mi juego de la tarde, y la masturbación mental de mis noches. No recuerdo un solo día en que no haya diseñado un diálogo brillante e imaginario en el interior de mi cabeza. Para mí es mucho peor escribir desde la certeza, porque desde ahí todo va cuesta abajo. Alguna vez dijo Ende una lucidez que me tumbó de la silla: ¿Por qué la fantasía está infravalorada? Uno vive su cotidianeidad, ¿para qué matarse las tardes leyendo las de otros?
—Vaya.
—Y que conste que no es la cita textual, pero aún así la firmo. De alguna forma siento que es algo que se le olvida a la literatura. Y no sólo la fantasía, sino la informalidad. ¿A poco no preferirías mil veces que el poema quince de Neruda dijese “Me gustas cuando callas porque estás como zombie”?
Ana ríe como loca, y Santiago sonríe y sonríe sin saber cuándo seguir hablando.
—¿A poco no?
—La verdad es que sí, sería mil veces mejor.
—Te digo.
—Y sería mucho mejor tener un novio zombie, así sabes que te quiere por tu cerebro y no sólo por tu cuerpo.
Ahora es Santiago el que ríe mientras busca en los cajones la cajetilla de cigarros. Se enciende uno y lo deja en el cenicero.
—En fin, que es algo que me encantaría exigirle a la literatura, ¡que me sorprenda! Tengo ganas de sorprenderme, de que los párpados se abran tanto que se queden atorados, de levantar la ceja a la inglesa… ¡de levantarle la falda a las inglesas, qué sé yo! No necesariamente romper, pero sí disfrutar. Y que haya de todo, eso es lo que me encanta de hoy en día ¡qué hay de todo! Que hay para quien quiera leer sobre cazadragones, o brujos, o poetas varados en París, o pescadores cubanos, o dublineses, o montevideanos. Hay de todo, y no podemos negar que eso es una maravilla.
—Bueno, pero tú me acababas de decir que no estabas convencido de que se publique lo que sea.
—Y no lo estoy.
— ¿Entonces?
—Bueno, tendría que matizar, pero a lo que me refería es que estoy a favor y completamente enamorado de que se publique lo que sea mientras sea bueno. No me tiene que gustar precisamente a mí (y yo soy un mamón para que me gusten las cosas), pero creo que se podría llegar a un consenso, aunque sea mediano, en que se pueda admitir que un libro es publicable o no.
— ¿Pero eso no es subjetivo?
—Lo es y no. Es decir, hay pautas; y sólo basta un buen ojo para distinguirlas. A fin de cuentas el del escribir es uno de los oficios más viejos, creo que hay suficiente escuela como para decidir.
— ¿Y quién decidiría?
—Lo ideal sería el público. Tomemos, por ejemplo, lo que decías del teatro: con tanto cine y televisión la gente ha logrado hacerse un ojo para los actores, ¿no crees? Es decir, que el público ya sabe distinguir entre un actorazo y un cara-bonita que apenas y se aprende las líneas. El público es tremenda y divinamente crítico al respecto. ¿Que hay fallos? Va, lo acepto, y en la televisión pasa más que en ningún otro lado; pero el público que va al teatro no se anda con jaladas, y el actor que se pone enfrente sabe que una sola línea mal dicha puede echar a pico toda la obra. Bueno, en este caso sería ideal que el lector exija, que el lector se cultive y exija.
—Eso me suena utopía, corazón.
—Cómo voy a creer/ que la utopía ya no existe/ (no me acuerdo qué cómo iba)/ si vos, mengana […]/ si vos sos mi utopía.
—Ya te olvidaste de tu Benedetti preparatoriano.
—Todavía lo leo, pero tengo mala memoria.
—A mí me gustaba cuando era chica, pero ya me da diabetes. Me acordé de ti el día en que se murió, pensé en llamarte, pero me olvidé.
Santiago voltea al techo,
—Si no te molesta, cambiemos de tema, no me gusta hablar de eso.
— ¿De Benedetti?
—Sí.
—Bueno, yo nomás te decía que me acordé de ti cuando pasó.
—En serio no quiero hablar de eso, ¿vale?
—Bueno.
Los dos se quedan callados. Santiago quita del hueco del cenicero el cigarro que se acabó por consumir solo, y se enciende otro. Ana se levanta y sin decir nada entra al baño. Mientras ella orina sentada en el excusado rodeado de baldosas azules, Santiago quita el salvapantallas pulsando una vez la barra espaciadora. El ve el procesador de texto en blanco. Ella el pomo de latón de la puerta.
Suspiran.
Santiago escribe algo, Ana sale del baño, él pone un punto, ella duda antes de entrar al estudio.
—Lee— le dice Santiago, y Ana se acerca a la pantalla. Sonríe.
TE QUIERO UN POEMA.
—Te escribo porque no me entiendo— ella no dice nada, Santiago la observa— Me gusta el sonido del teclado. Me gusta hundir las teclas con mis dedos –sigue callada— Y escribí con mayúsculas como una deferencia.
Ana calla. Ya no sonríe.
—¿Ese silencio es salud?
No hay respuesta.
—¿Ana?
Por fin ella sonríe.
—A veces siento que el mundo empieza y acaba cuando tu boca me nombra.
También Santiago sonríe.
—Es muy linda tu frase.
—Lo mismo la tuya.
—Lo sé, pienso subirla al blog.
—No sabía que todavía tienes uno.
— Un blog es para los que no podemos sufrir en silencio, como los decentes hacen; y yo llevo una relación muy tormentosa con mi tendencia al exhibicionismo.
—No suena mal.
—No es tan fenomenal, de hecho. Sólo subo frases, textos pequeños. En realidad nunca supe hacer una bitácora.
—¿Y eso?
—Siento que a mi vida le falta ser un gramito más interesante como para publicarla.
—Muchas veces la vida del escritor es mucho más interesante que lo que escribe.
—Por desgracia mi vida no es muy interesante, pero aún así disfruto con el blog.
—¿Por qué será?
—Es una sensación de gozo muy extraña. Al momento de escribirlas puedo ver todo el panorama: alrededor de las palabras, la pantalla. Alrededor de la pantalla, el afuera. Afuera, por cierto, llueve. Alrededor de la lluvia, éstas.
—Según lo veo la nostalgia te sabe mejor ya digitalizada.
—Mucho, sí. Para mí escribir es una forma de desnudarse escogiendo exactamente que botones desabrocharse y qué tanta piel mostrar. Cuando uno escribe hay menos subterfugios y lo que se dice pasó ya por la censura de los dedos y de la mirada.
—¿Y la publicación?
—Mira, si algún día termino de animarme, seguramente escribiré un libro bien complejo ("para el deleite de los eruditos" lo llamará la crítica) y lo intitularé: "Chaquetas literarias"… nomás para quitarme la espinita. ¿Qué tal?
—Yo quiero escribir dos libros complejos, de hecho. Uno como el tuyo. Y otro que simplemente no tenga ni madres de sentido.
—¿Algo así como Finnegan's Wake?
—Sí, algo por ahí. Algo para que todos los críticos se quiebren el coco pensando qué significa. Y nunca decirles. Y, al morir, dejar un ensayito que diga que simplemente escribí sandeces para joderlos de a gratis.
—Me late, me late
—Y ya después lo voy a depositar en las oficinas de la RAE con instrucciones de que no se abra hasta el 2170; para que así la tribu de especialistas en tu libro (psicólogos, literatos y la onda) lo abra y vea cómo su vida deja de tener sentido.
—Ambiciosa, caray.
—Estará repleto de neologismos sin sentido, adjetivaciones arcaicas, galicismos, esquizofrenologías y demás.
—También algún día voy a hacer un libro para niños... Oh, y un libro surrealista, como el de los cronopios de Cortázar.
—Yo quiero hacer un libro dadá.
—Mejor aún... "cubismo literario"
—Retrosimbolismo. No tengo idea de cómo puede ser, pero tal vez luego lo sepa.
—Literatura anhídrica
—Teatro tabaquista.
—¡Poesía molar!
—Fíjate que me gustan las muelas. Son tiernas.
—Sabes, hay mujeres que me gustan mujeres por sus muelas (en serio, no te rías). Bueno, no, no tanto; pero me gustan como atractivo físico.
—¿Qué no sabes eso de "a caballo dado no se le ve el colmillo"?
—Pero no son caballos, corazón. Por eso me gusta que me monten a mí; me gusta ser caballo de rodeo.
—Bien Jaime López.
—¿Cuál rola?
—La de “Me siento bien pero me siento mal“
—Aaah sí… “no me acuerdo qué y se me encaramó.”
—Sí, exacto
—Llegué a la cama
—Así m ero.
—Así mesmamente
—Oye…
—Mande.
—Ensayos kilobyteanos.
—Poesía lúbrica.
—Teatro vaginoplástico
—Haikú onomatopéyico.
—Seguro que eso ya existe.
—Japoneses cabrones.
—Seguramente fue un gringo.
—Prosa etecé.

Capítulo sin número número uno.

De ellos.

Santiago. De él es la casa. De él son los libros, y la cama, y el estudio, y las botellas de ron, de whisky, de vodka, de vino; de él es el bote hermético que guarda mota para los invitados, las películas, los discos, las alfombras, los tenedores de mangos azules, la colección de tazas neoyorquinas, la absurda cantidad de cuadros y de pósters y de postales; y de él son las paredes cubiertas de imágenes, de libreros, de repisas, así como también son de él todos los papeles, todos los apuntes, y todas las colillas que quedaron perdidas detrás de su escritorio, debajo de sus muebles, y dentro de esos estantes cubiertos de ceniza y telarañas. A esa misma casa llega Ana con dos maletas grises.
—Es linda.
—Lo es, la verdad lo es.
—Uy, mira tú, qué presumido.
—Hey, es mi casa, ¿cómo no va a estar linda?
—Bueno, definitivamente es tu casa; nadie más que tú podría vivir aquí.
—Mi casa es tu casa, corazón. ¿Quieres algo?
—No, gracias, estoy bien.
— ¿Segura? Tengo coca, whiskey, ron, ehh, vodka, creo.
—No, guácala.
—Cerveza, vino blanco, vino tinto…
— ¿Tienes agua?
—No, eso no.
— ¿Cómo no vas a tener agua?
—Pues, no sé, no tengo. No tomo agua, me oxido.
—¿En serio no tienes agua?
—En serio en serio. Digo, hay agua de la llave, pero sinceramente no te la recomiendo.
—Si desearas mi muerte…
—Que no te la deseo.
—Seguramente me la ofrecerías.
—Definitivamente. Pero me gustas vivita y coleando.
—Supongo que un té también estaría fuera de la cuestión.
—Ni a té llego…
—Sí, me imaginé. Pero, entonces, ¿qué tomas cuando estás aquí?
—Alcohol. Ya sabes, para conservarme.
—¿Y dejar un bello cadáver?
—Por lo menos uno ebrio.
—Ebrio y feliz.
—Ebrio y feliz, claro. Pero no, era broma. Ammm… no sé, tomo Coca, o jugo de naranja.
—¿Tienes jugo de naranja?
—Sí, ¿Quieres?
—No realmente…
—Oh, pues.
También son suyos un par de diplomas olvidados dentro de algunos cajones, y los treintaidós encendedores repartidos por todos los cuartos para cuando se necesite. A veces enciende un cigarro, y se le olvida y enciende otro, y se le olvida y enciende otro, y se le olvida y enciende otro, y se le olvida.

viernes, 23 de julio de 2010

Me fui a Uruapan


Digo, a Europa.

Aquí les dejo algunas instantáneas:


Madrid


Toledo


Barcelona


Florencia


Venecia


Praga


Budapest


Viena


Colonia


Ámsterdam


París


Ya después les cuento bien cómo va todo.

miércoles, 2 de junio de 2010

Capítulo sin número número diecisiete.

N. del A. Otro capítulo de la novela. A este ya le estoy tomando cariño.


Deadline.

Ana llega tarde a la casa. El sonido del impacto de las llaves contra el plato de latón que está sobre el librero alerta a Santiago. Sin embargo, éste no sale a recibirla. Él escribe. Tecleando lo más rápido posible para ganarle tiempo al tiempo pone un punto justo cuando Ana se asoma a la puerta, como parece ser que acostumbra.
—Llegué.
—¿Cómo te fue?
—No estuvo mal. Paseé mucho. Los pies me duelen horrores. Además, estuve todo el día cabizbaja. Imposible controlar la obsesión por la mancha de pasta de dientes. Y mantenerla vigilada. Y odiarla. –Santiago ríe— Pero supongo que, overall, el día estuvo muy bien. Compré tacitas.
—¿Más? Tienes millones.
—Déjame con mis tacitas. ¿Tú cómo estás?
—Meh.
—¿Y eso?
—Mucho trabajo.
—Oh, bueno, te dejo en paz
—No, no te apures. Realmente no estoy haciendo nada, sólo me hago el idiota un rato.
—¿Qué tienes que hacer?
—Un cuento. Y un artículo para un periódico. Oh, y revisar un ensayo, pero todavía no empiezo bien con ninguno.
—¿Y de plano no sale nada?
—Niet. Tengo una hoja en blanco delante de mí diciendo "ven aquí, cabrón, ¿por qué tiemblas de miedo?". Y claro, yo nomás tiemblo.
—¿Para cuándo es?
—Para mañana.
—Oh. ¿Todo?
—Sí.
—Oh.
—Para mañana a las nueve.
—Oh.
—Y llevo dos párrafos.
—Oh.
—Estoy jodido.
Ana ríe un poco
—Parece ser, sí. ¿Crees acabarlo?
Santiago se enciende un cigarrillo, recarga los pies en el filo del escritorio, y estira las piernas para arrastrar la silla lejos de la laptop. —Claro. Pero me gusta angustiarme.
—No entiendo cómo trabajas bajo presión. Yo, por más que intente, no puedo.
—Deadlines, honey. La única razón por la que el arte existe.
Ana ríe. Roba un cigarro de la cajetilla de Santiago, brinca sus piernas todavía estiradas, él hace un amague de quitarlas, pero lo hace tarde, ella ya está al otro lado. Ana se sienta en el futón, acomoda con un movimiento rápido una maceta con un cactus pequeño, y le pregunta: —¿Entonces qué piensas hacer?
—No tengo un gran plan –responde Santiago— tan sólo intentar escribir algo, lo que sea, pero que tenga colillas húmedas.
—Es tu tipo ideal de plan.
—Lo es, pero no es tan sencillo como parece. A decir verdad, confieso que para casi todas entregas me hacen falta unas cuantas horas.
—Y sin embargo, todavía no estás haciendo nada.
Santiago arruga la nariz –Déjame ser —dice— En este momento, en alguna parte del mundo, alguien más se está haciendo pendejo, y tú bien sabes que a mí me gusta ser solidario.
—Eres un procrastinador profesional.
—Tantos años de práctica.
—¿De qué es el cuento?
Santiago se incomoda –De, eh, no sé, cuento— le responde.
—Bueno, sí, me imagino, pero ¿de qué trata o qué?
—No me gusta hablar de lo que escribo.
Ana finge poner cara de ofendida —¿No me vas a decir, cabrón?— dice al momento de aventarle en broma un cojín pequeño. Santiago detiene el cojinazo con un gesto vago y ríe un poco. Ana sonríe, juguetona.
—Son supersticiones personales: si nunca digo de qué trata y si nadie sabe qué es lo que estoy haciendo, me irá bien. –Ana pone una cara que a Santiago le parece que le dice “anda, no seas ridículo”, entonces él añade: —Aún así prometo mostrártelo todo, sólo estate cerca.
—Lo estoy –Santiago sonríe, Ana también— voy por un té.

Ana, que se había quitado los zapatos en el estudio, sale caminando en calcetines del cuarto. La dureza del piso de madera lastima un poco sus talones, así que no duda en acelerar el paso hasta las alfombras de la sala. Atraviesa con calma el cuarto, caminando primero entre el sillón y la mesa de centro, luego subiendo los dos escalones que de alguna forma separan la cocina de la sala. Rodea la barra y sus pies sienten el frío de las lozas de barro. Vierte el agua del garrafón pequeño que compró esa mañana en una tetera. La pone al fuego. Mientras espera, escucha el rumor del sonido de los dedos contra las teclas que viene del estudio.
Santiago escribe. O, más que escribir, navega entre las ventanas del procesador de texto, haciendo algunos arreglos aquí, otros tantos por allá. Cuando Ana vuelve enfundada en su pijama y con la taza de té en la mano izquierda, Santiago no duda en volver a alejarse del escritorio.
—Cuando te piden que revises un ensayo sobre pornografía te cuestionas sobre tus cualidades literarias o si te saben alguna otra cosa.
—¿Te saben alguna cosa?
—No creo, soy discreto.
Santiago vuelve a acercarse a la pantalla. Su dedo hace que las páginas vayan sucediéndose una tras otra. Frustrado, cierra esa ventana. Ana lo observa.
—Qué triste es percatarte que estás haciendo mal lo único que, por lo menos en teoría, haces bien.
—No va bien, asumo.
—Para nada. Además tengo hambre.
—Eso no ayuda.
—No, it doesn’t. Tengo tanta hambre y tanta flojera que se me está antojando bien cabrón esa morona atorada en mi teclado.
—Éntrale.
—Debería.
Los dos sonríen y guardan silencio. Ana se concentra en el lento tic—tac del reloj de Santiago.
—No pensaba que escribir fuese tan difícil para ti.
—No es nada sencillo inventar mundos. Es, vaya, como sacar un conejo del sombrero cada vez que plasmas una palabra. A veces, sencillamente, los conejitos no están listos.
Ana asiente. —Sí, la verdad es que no sé cómo funciona eso –dice— no es del tipo de cosas que se me dan. Será porque soy implícita. Y cuando me explicito pierdo mi húmeda intimidad.
—Siempre has sido así. Me acuerdo que me frustraba horrores cuando te escribía correos larguísimos y tú me respondías sólo con un par de líneas.
—Te molestabas mucho.
—Sí, la verdad es que sí. Pero aprendí a lidiar con ello porque te quiero.
Ana sonríe. Santiago se pasa, sonriente, la mano por el cabello, dejando que sus dedos se enreden suavemente.
—Bueno, aún así –prosigue Ana— ¿Por qué te está costando tanto escribir? Pensé que era el tipo de cosas que hacías en automático.
—Usualmente así es, pero ahora se trata de escribir un artículo de actualidad, y ese tipo de cosas no se me dan. No tienes idea, no hay nada peor que escribir desde cosas concretas, desde ahí todo va cuesta abajo.
—Uy.
—Y luego está el detalle de la computadora. En vez de multitasking desarrollé déficit de atención. Y es en parte su culpa.
—El Internet es el gran enemigo del hombre.
—Fiel aliado de la ociosidad y la distracción.
—Pero es muy sencillo ser feliz con él.
—Es una cosita encantadora.
—¿Debo imaginar que te retacas de videos y de páginas estúpidas?
—No. O casi no. Leo mucho, eso sí.
—Eso es bueno.
—Leo demasiado, más bien.
—Eso es malo.
—Sé que es sabio aprender a vivir a sorbitos, pero con tanta agua y tanta sed sencillamente no se puede.
Ana se levanta, toma y enciende el último cigarro de la cajetilla. Separa las cortinas blancas, abre la ventana, se sienta en el marco. Se estira, succiona el alquitrán lentamente, sonríe.
—Para mí todo esto suena a excusas para no hacer nada.
—Lo son —admite Santiago— me gusta arrinconar la inspiración hasta que le de claustrofobia y reviente. O repegarme a ella en una esquina y meterle mano.
—Te complicas demasiado, guapo.
—No es complicarme, es llevarlo al límite. Además, ¿qué diversión encuentras en vivir sin dramas?
—Mira, querido, que mi vida no es precisamente ajena al drama.
—Dramas de escritura, me refería.
—No escribo nada, pero qué tal me siento en el marco de la ventana a fumar de madrugada mirando en lontananza. Actitud tengo.
—Nadie lo niega.
Santiago toma la cajetilla vacía, la sacude, revisa que no haya ningún cigarro escondido, la tira en la papelera. Después abre un cajón. Busca. Parece no encontrar nada. Cierra el cajón y abre otro. La acción se repite tres veces más.
—¿Me acabé tus cigarros?
—Me temo que sí.
Ana contempla lo que queda del cigarro. Son, quizá, unos tres centímetros. Duda un poco, pero al final lo avienta por la ventana.
—Perdón.
—No te apures. A decir verdad, no entiendo por qué siempre se me olvida el objetivo de mi vida: comprar cigarros.
—Tantos años dedicándote a eso, y fallar justo ahora.
—Sí, caray. Yo sí le echo ganitas a la vida, pero cuando no hay cigarros no hay cómo, caray.
—Tranquilo, no te vas a morir.
—Eso es lo que me preocupa, lo que no quiero es sobrevivir.
Los dos ríen un poco. Ana hurga en su bolsa, saca una cajetilla de Camel y se la avienta a Santiago. Él hace un gesto de desagrado, pero no dice nada y saca un cigarro. Fuego.
—A mí lo que me gusta es producir ceniza— dice Santiago dejando escapar el humo junto con las palabras.
—A mí lo que me gustaría es que te pusieras a trabajar.
—Ya, deja eso. Empezaré en un rato.
—En un rato puede ser muy tarde.
—Lo único difícil es animarme a empezar. El comienzo es lo importante, lo demás son sólo detalles y notas al margen.
—¿Nunca has quedado mal?
—Nunca. Hasta eso, la gente confía en mí.
—Y hasta te pagan, caray.
—Que me paguen por hacer lo que me gusta es estupendo; pero sería mejor que me pagaran más. Quiero vivir de tomar fotos, y hablar de cine, y tomar café, y leer a Kerouac, y fumar, como tú, en la ventana. Pero nadie me quiere pagar por eso.
—Si pudiera, yo te pagaría por hacer justo eso.
—Pero lo que yo necesito no son buenas intenciones de mecenas, sino un mecenas de buenas intenciones.
—Púdrete, pues.
Santiago sonríe. Se acerca a la computadora y lee un poco. No pasa mucho tiempo antes de que vuelva a echarse para atrás.
—Cada día dudo más de las palabras. Las mías, por lo menos.
—¿No te está quedando?
—No es eso. Es que, no sé, no me siento cómodo con el tema del artículo. Es como ponerse otra piel –Santiago reflexiona— No, no sólo es eso. Es como ponerse una piel que no te queda por apretada, una piel que espera que seas directo, lógico, coherente, sensato, exacto. Y yo soy todo lógico y exacto hasta que siento. –Santiago da un suspiro— —Escribo para retratar lo que ven mis ojos, así no sea lo real o lo consensuado; y ellos lo que buscan es algo tangible, latente. Es como encajar un círculo dentro de un cuadrado, ¿sabes?. Un círculo, por cierto, cuyo diámetro es más grande que los lados del cuadrado. Lo intentas hacer embonar y no queda. Hay una parte del área de mi círculo que entra (mi lógica, mi razonamiento, mis observaciones, en fin, mis defectos), pero las partes que me importan (incluyendo la línea curva) quedan fuera… y eso me incomoda. No me queda más que fingir que estoy dejando de fuera esas partes… Y eso de ajustar la mentira a los deseos de otros no es lo mío. Lo mío lo mío es migrar de una temporalidad a otra.
—¿Y por qué no, no sé, dices lo que queda afuera?
—No es un mérito decir siempre lo que se piensa. Es una pésima costumbre. Por lo menos en el ámbito laboral. Por lo menos en los periódicos. El periodismo es, por lo general, un mundo que sabe cómo usarte, pero no como valorarte o entenderte.
—¿Realmente odias los periódicos, cierto?
—Mucho, pero no sé explicarlo. Si me lo preguntas, es porque creo firmemente que la diferencia entre el periodismo y la literatura es que no usas las páginas de los libros para hacer piñatas.
—Qué crudo.
—Mucho, pero así me siento. Sobre todo hoy día. La máxima del nuevo periodismo parecer ser la de mandar gente que no sabe lo que cubre a preguntar a gente que no vio nada. –Santiago espera, pero Ana no asiente; sólo escucha. Santiago continúa— No sé, me decepciona la falta de análisis, es eso. En nuestros tiempos parece que el método de la duda es obsoleto. De un par de siglos para acá lo que mueve al mundo es la queja. Quienes supuestamente deberían dedicarse al análisis (incluyéndome) tienen acogerse a las pautas de la ideología de su periódico… y eso choca conmigo.
—Pero, a fin de cuentas es tu trabajo, ¿no te parece?
—Lo sé, lo sé. I’m just whining —hace una pausa al tiempo que deja caer la ceniza sobre el cenicero— pero a veces me gustaría escribir sin tantas mascaradas.
—Acuérdate, Santiago, que la pureza es para el agua potable, no para la gente.
—Es lo mismo que dice el Director…
Ana, al igual que Santiago, se queda en silencio. Santiago enciende otro cigarro, y Ana también toma uno.
—Estoy convencido de que el mundo es mucho mejor sitio que el que nos pintan los periódicos. Los headlines amarillistas no dejan de cansarme. Hay días en los que deseo que al final de una nota pongan un "Pero todo fue un sueño, ella está bien... en serio"; –Ana ríe— Pero, a la vez, también me preocupa que utilicen ese método para vender más ejemplares. No es que me preocupe, es que tengo la certeza de que lo harían. Entre los actos que mejor me salen está el de decepcionarme de la gente. Pero, claro, el mérito es de ellos.
—Ya, no te amargues.
—Sí, caray. Ya necesito otro discurso.
—Mira, a mí tampoco me encantan los periódicos, pero los leo rutinariamente para buscar si salieron mis sueños dentro del torrente de noticias.
—¿Alguna vez han aparecido?
—No, pero no pierdo nada con intentar.
—¿Y qué pensarías si algún día sucede?
—Sería como una confirmación. Para mí si algo no lo defines no existe, y voy por la vida con la esperanza de que alguien más se ponga a definir lo que sueño.
—Eso me suena más a labor de la psiquiatría que del periodismo.
—Es cierto, pero me ahorro un friego.
— Sin duda.
—Para mí la verdad es eso que todos desconocemos, pero que algunos intuyen; y si alguien lo intuye mejor que yo, para mí excelente.
—Yo en cambio he ido edificando mi vida sobre unas pocas convicciones que me reditúan muy pocas certezas. Sin embargo, me alegra esto de ir por el mundo sin saber bien qué pasa. Me gusta no saber dónde puedo terminar.
—Es lindo eso… siempre y cuando no termines en una zanja.
—Eso depende mucho de cómo eres.
—¿Y cómo eres?
—Sólo soy.
—¿Y qué eres?
—Soy lo que hago… sobre todo lo que hago para cambiar lo que soy.
—Excelente respuesta, my dear friend.
Ambos se sonríen, tranquilos. Ana suspira, todavía sonriente, y acaricia inconscientemente la madera del marco de la ventana. Luego le pregunta a Santiago:
—¿Ya te vas a poner a escribir?
—Quizá— le responde él ya menos fastidiado.
—Me doy cuenta de que el “quizá” y el "tal vez" es tu forma de no comprometerte con lo que dices
Santiago lo considera un poco, pero después asiente –Es cierto, pero supongo que es porque así soy. No me agrada comprometerme con las cosas. Te lo dije, me gusta no sentirme seguro de lo que creo, y creo que eso es porque me da más libertad de pensamiento. Los ideales fijos me molestan, y no puedo evitar lamentarme de a quienes las ideas les van como zapatos viejos que se resisten a tirar porque les resultan comodísimos. No me gusta atarme a lo que creo porque no estoy muy seguro de creerlo realmente. Nunca he aprendido a ser coherente, y eso es algo que nunca he echado de menos –hace una pausa, se reacomoda en la silla— Nunca he sido de los que se comprometen con alguno de los dos lados del poder, y eso es porque sencillamente no estoy convencido de ser capaz de poner, así como así, todos mis huevos en una canasta. Y, aquí entre tú y yo, el no saberlo no me molesta, ¿sabes?. No me molesta porque conceptos como poder, convicción e ideología me son algo ajenos. En realidad, el único poder al que aspiro es el poder de conmover.
—Don’t we all?
—Soy uno de esos que está muy lejos del noise. De lo político, de lo mediático, de lo artístico. Yo hago lo que hago y vivo como vivo; y aunque hay cosas que sé que no me gustan, también hay cosas de las que tengo una certeza, cuando menos emocional, de que me encantan. Hay política que detesto y políticos que me encantan, música que no tolero pero músicos que me simpatizan, periodismo que me revienta y periodistas en los que me reflejo. En fin, que soy todo contradicciones.
—Un poco como todos. Pero no todos escriben.
—Bueno, es que para mí es lindo escribir. Es de las pocas certezas que tengo.
—El arte, pues.
—No, no me estoy refiriendo exactamente al arte. Me refiero a crear. Para mí, todo es bueno en la vida cuando uno cree o se engaña creyendo que está haciendo arte
—¿Entonces escribes para engañarte?
—No, escribo porque tengo manos, porque me gusta el sonido del teclado, porque me gusta hundir las teclas con mis dedos.
Escribo porque me gusta levantar mundos de la nada, y tirarlo como piezas de un jenga. Escribo con la garganta entre las manos. Escribo para gozar y para que me lean. Y no sólo se trata de que me lean, sino de que atraviesen mi texto.
—Escribes, básicamente, para no matar a nadie.
Santiago ríe. La garganta, que siempre se le hace puño cuando se emociona, se relaja.
—Sí, es cierto. Lo más sorprendente es, sin embargo, todo lo que no se escribe al estar escribiendo.
—¿Para qué sirven los escritores si no para destruir la literatura? Debiste de haber sido poeta.
—No lo creo, no sería buen poeta.
—Pero de vez en cuando haces versos. Algunos son muy lindos.
—Pero hacer versos no es ser poeta. Si no, eso significaría que todo adolescente con acné que hace versos en el fondo del cuaderno es un poeta. Y no.
—¿Y por qué no?
— Porque el oficio del poeta es un oficio mucho más complicado que el de únicamente hacer versos.
—Yo no creo en el oficio del poeta porque no creo que la poesía sea un oficio.
—Quizá no lo sea, pero no puedes negarme que para hacer poesía se necesita tanto o más trabajo que cualquier otro oficio.
—La palabra poesía es una palabra demasiado peligrosa.
—Bueno, en sí, la poesía es una cosa peligrosa. Una navaja es un poema, y a veces un poema es una navaja. Yo, personalmente, odio a la poesía, pero eso es porque me mata.
—A mí me encanta la poesía cuando me aniquila, pero eso es porque creo firmemente que la poesía, toda, es esencialmente amor.
—Muchas cosas son poesía. En el bar, un niño mixteco llega a ofrecernos fundas para la laptop; bordadas con colores brillantes y soles. Yo pienso que eso es un poema. Pero, nunca me he creído como alguien capaz de hacer poesía. Así que yo ni poeta maldito, ni maldito poeta. Apenas llego a poeta malito; y a mí no me gusta quedarme tan a medias. Mejor me atengo a mi prosa, aunque la mayor parte de lo que creo que está bien en mí quede afuera.
—No creo que dejes lo mejor afuera. Creo que el área que queda en tus textos es, cuando menos, preciosa.
Santiago sonríe incómodo.
—Sé que es bueno escuchar palabras alentadoras y elogios, pero a mí me sacude… no el insulto, sino la voz de mi writer interno. A decir verdad –añade— me odio un poco si me halagan.
—¿Por?
—No sé, es de la lista de cosas que se me quedaron de cuando era niño. Cuando mis mayores me felicitaban, ignoraban estaban promocionando mi timidez, mi miedo a la realidad, mi pánico a la gente. En fin la vida.
—Qué ridículamente modesto.
—Es que, por más que me encante escribir, siento que es labor de hormiguita.
—¿Cómo que labor de hormiguita?
—Me refiero a que el gozo es muy personal y muy mío. Es una labor sencillita la que hago. En cambio, hay cosas que lees y te vas para atrás. No sé bien si me maravillo fácilmente o qué, pero no hay nada como meterse dentro del universo personal, qué digo, dentro del trabajo elefante de otro autor. Hay libros que dan sueño, no porque sean aburridos, sino porque son un sueño.
—Hay autores maravillosos, sí.
—Deberíamos de canonizar de forma pagana a algunos autores.
—¿Tipo San Saramago?.
—O San Murakami.
— San Juan Rulfo.
—San Ibargüengoitia.
—San Benedetti.
—San Benedetti, sí. Veamos, ¿qué otro puede ser?
—San Wilde.
—Sí, y San Alessandro Baricco.
—San Pablito Neruda.
—San Cervantes.
—San Kundera.
—Uy, no, ese no.
—¿Cómo que no?
—¿Todavía te gusta Kundera? ¿A tu edad?
—A ti te gusta Benedetti, corazón.
—Touché.
Ambos ríen. Ana le dice a Santiago “Voy por agua, ¿quieres algo?” y sale del cuarto en cuanto él asiente. Santiago ya no hace amagues de acercarse a la computadora. Se estira en la silla y espera.
Cuando Ana vuelve con los vasos (uno de agua, otro de Coca—Cola) Santiago le dice:
—Me acuerdo que cuando era niño usaba de enemigos a las portadas de los libros que me daban miedo.
—Eras un niño muy rarito.
—Una madre, sí. Todavía tengo casi todos los libros que tenía de chico. Mis hermanos no los quisieron.
—Y dime, queridito, ¿entre tanto libro –dice paseando la mirada por los libreros del estudio— todavía sabes dónde están esos libros?
—No— responde riendo Santiago —El problema de tener tantos libros es que es muy difícil llevar la lista de dónde has dejado cada uno. Vaya, que lo peor de ser bibliófilo es acostarse en la cama y que uno de los libros que están bajo las sábanas se te encaje en los riñones.
—Auch.
—Pero es lindo tener tantos libros. Es lindo leer. Leer es que te digan a los ojos. Aprender a leer hasta quedarse dormido y dejar manchas de baba entre las páginas es lo mejor que puede llegar a aprender el ser humano.
—Ojalá no se te seque el cerebro, como al Quijote.
—Ojalá. No sé si debería preocuparme por el hecho de que me paso cada momento a solas construyendo diálogos imaginarios (y brillantes, por cierto) en el interior de mi cabeza. Aunque no tenga que pensar en decir cosas, o no tenga que dar declaraciones... debería dejar de imaginar conversaciones que probablemente no sucederán...
—Aunque delirar un poco nunca hace daño.
—El problema es cuando pienso en cosas taradas. Como la palabra “ósculo”. Ósculo siempre me sonó a beso de mariposa (ese que se da pestañeando las pestañas de la otra persona). Ósculo ocular, una cosa así.
—Bueno, esos son tus delirios idiomáticos.
—No soy tan fan de mi idioma, hasta eso.
—¿Del español? ¿Por?
—Porque no me sirve, claro. ¿Yo para qué quiero un idioma que no me dice lo que me dicen tus ojos?
Ana se sonroja. Si se diera el caso, se podría decir que se hinchó de ternura al escuchar a Santiago. Él prosigue.
—Dentro del universo del idioma (este idioma nuestro), hemos creado una suerte de código semiótico mutuo que, me temo, colma mi felicidad.
—Y la mía.
—Qué extraño es este idioma de quererte.
Santiago la mira y Ana retira la vista. Se hunde más en el sillón. Toma aliento y dice:
—Se puede acabar el día. Ya me mataron unas palabras. Y una mirada.
—Bueno, es que yo soy de donde dejo la mirada
—Es que a uno le lanzan una mirada de esas y le desconfiguran el día.
—¿Nadie te contó alguna vez cuán sexy es la inseguridad? ¿Que no hay cosa más tierna que una muchacha sonrojada?
—Por el glamour de dios, me ruborizo.
—¿Debería cobrar por hacer frases inolvidables?
—Deberías, serías rico.
—No tengo ilusiones de ser rico. Yo sólo planeo hacer lo que hago siempre: vagar.
—¿Es tu única ilusión?
—Bueno, eso y aprender a tocar el piano para trabajar en un cabaret y que las putas se sienten sobre él para cantar tangos tristes. Y tú, claro.
—Ya deberías ponerte a trabajar. Mañana no podrás levantarte, y les llevarás cara de panda enfermo a tus estudiantes.
—Ojeras, baby, el precio de la sabiduría.
—¿Te pondrás a trabajar?
—Sí. Pero antes me voy a autorrecetar tiempo y silencio.
—Entonces te dejo.
Ana sale del cuarto sacudiendo con la mano el cabello de Santiago. Se va al cuarto, y después de cambiar canal tras canal decide ponerse a ver una película.
Tres horas después, Santiago abre la puerta del cuarto y anuncia:
—He llegado al punto en que mis neuronas han abandonado la sinapsis y abrazado la sinopsis. Mañana, vía café, la vida recobrará sentido.
—Buenas noches, corazón.

lunes, 24 de mayo de 2010

Plática de madrugada.

-Voy a ponerme como una sonda para no tener que ir a hacer pipí nunca; porque ya viene el frío, y odio tener que sentarme en las tazas heladas.
-¿Ya viene el frío?
-Sí.
-¿En Mayo?
-Sí. Eh, no. Aguanta. OK. Pensé que seguía el invierno.
-¿Después de la primavera?
-Bueno, ya, ya viene el invierno, como en unos cuantos meses.
-Sí, como en seis...
-Bueno, ya viene ¿o no?

domingo, 9 de mayo de 2010

Capítulo sin número número treinta y tres.

N. del A. Este es otro de los capítulos de la novela. Es tan terriblemente corto y encantador, que no pude evitar postearlo. Un saludo, pues.


El truco está en echarle sal al sartén.


-¡Mira! ¡Acabo de hacer tres huevos estrellados perfectos!
-Eso es jugar a ser Dios, Santiago.

domingo, 2 de mayo de 2010

Mel Tormé



Yo aquí sigo, tan fan de Mel Tormé como el siguiente.

miércoles, 21 de abril de 2010

¿De ón soy?

A veces creo que mi patria son las tres horas de vuelo entre el D.F. y Tijuana.

jueves, 1 de abril de 2010

sábado, 13 de marzo de 2010

Capítulo sin número número ocho.

N. del A. He estado escribiendo la novela por la que me dieron la beca (triste excusa para no seguir posteando en este blog venido a menos), y me se ha ocurrido subir un fragmento. Notarán (ojalá) que hay fragmentos de cuentos y demás cosas que he subido aquí. Todo es parte de todo. Un saludo, pues.

Plática de medianoche
.

Ana recarga su mano en el marco de la puerta de la oficina de Santiago. A él le toma un par de segundos darse cuenta que ella está ahí.
-¿No puedes dormir?
-No.
-¿Y eso?
-Es irónico, pero los dolores de cabeza por dejar la cafeína no me dejan dormir.
-Uy, cierto, no he comprado la cafetera.
-No te apures. ¿Tú qué haces despierto tan tarde?
-Insomnio nomás. Me harté de estar soñando despierto en el colchón y mejor me puse a adelantar trabajo.
-¿Qué soñabas despierto?
-Nada particularmente interesante. –luego hace una pausa- En el país del insomnio todos los sueños carecen de alas. –añade sonriente. Y ella también sonríe.
-Qué bonita frase.
-De hecho es genial porque la tenía preparado desde hace dos años. Nunca había podido utilizarla.
-Eres un actor en ciernes. ¿Me regalas un cigarro?
-Sírvete
Ana da fuego y echa un chorro de humo hacia el techo. Luego observa meticulosamente el cuarto, repasando los libreros con la mirada. Santiago sabe que Ana está por decir o preguntar algo. Quiere romper el silencio, pero sabe que no es tiempo. Varias veces ella parece estar a punto de hacer un comentario, pero lo ahoga antes de llegar a expulsarlo. Sigue observando.
-¿Y ese mono?- Pregunta señalando el tercer estante del segundo librero.
-Es mi Cantinflas.
Ella ríe -¿Por qué tienes un títere de Cantinflas?
-No te rías, mi títere de Cantinflas es mi mejor amigo.
-¿Por constante, tieso y barato?
-Como el resto de mis amigos.
-El resto de tus amigos no son constantes, corazón.
-Por eso mi Cantinflas es el mejor de ellos.
Ella ríe e inhala. Él cierra la computadora y se levanta. Le toma un rato estirarse, y empieza apretando los ojos, rascándose la punta de la nariz, y sacudiendo las tibias hasta que se desengarrotan.
-¿Cenamos algo?
-¿A esta hora?
-¿Qué más podemos hacer?
-Bueno, depende. ¿Qué me harás de cenar?
-Tengo antojo de quesadillas.
-Suena bien.
-No suena bien, suena excelente. No sé si tú lo sepas, pero Dios descendió del cielo y tomó forma de quesadilla.
-Ese dato no figuraba en mi memoria.
-Grábatelo.

Santiago calienta las tortillas mientras Ana rebana el queso. Para maniobrarlas Santiago utiliza unas pinzas que se robó de una panadería. Trabajan callados, cada uno por su lado. Ana corta más queso de la cuenta, pero Santiago se dedica a comer los sobrantes en lo que se derrite el queso. Ana saca unas cervezas, las sirve, y se sienta en la barra de frente a Santiago para observar la frecuencia con que se quema con el borde del sartén. Él termina, le sirve el plato, y cuando ella acaba con la primera le dice:
-No entiendo cómo una vulgar tortilla con queso me puede hacer tan feliz.
-Queso y tortilla. ¿Qué más podrías pedir?
-Otra cerveza. Esta cosa sabe a agua, ¿que el milagro no era al revés?
-Cristo debió de ser la onda en las fiestas. Ya me imagino a los apóstoles gritándole “¡Hey, Chuy! un whisky en las rocas para mí y un cosmopolitan para las señoritas”- dice antes de darle otra mordida a la quesadilla mientras Ana suelta una carcajada -Aunque seguro que se ponía malacopa y les pedía las llaves de los borregos.
-¿Borregos?- le pregunta Ana entre risas.
-Seguro que los apóstoles montaban borregos- dice sonriendo pero mirando al plato.
Ana sigue riendo otro poco. Luego, todavía con la respiración un poco ahogada, le dice -Ay, corazón; estás bien loco.
-Y orgulloso, caray. Ya estoy confeccionando mi camisa de fuerza- hace una pausa para terminar de masticar -Será de tweed.
Ella ríe un poco más en lo que él termina de comer. Apenas termina, Santiago se enciende un cigarrillo. Luego añade: -Por cierto, hablando de locos… mañana dejo la terapia.
-¿Y eso?
-No sé, cada vez me convenzo más y más que esto de ir a terapia ya se está convirtiendo en un perenne striptease en slow motion que no me soluciona nada. Además, estoy un poco cansado de la vida con subtítulos.
-¿Cómo es la vida con subtítulos?
-Es fea. Imagina que vas con un tipo, le hablas, y él te traduce tu vida en términos que no comprendes. Luego le pagas. ¿Te divertiste? No. ¿Aprendiste? No. ¿Te sientes mejor? No. ¿Sigues yendo? Sí. ¿Tiene sentido?
-No, al parecer no.
-Además mi terapeuta nunca se ha molestado en comprar un chaise long Le Corbusier. Si tengo que abrirle el corazón, prefiero estar cómodo.
Ella ríe, y en lo que él lleva su plato al zinc ella termina con los restos de quesadillas. Cuando Santiago vuelve Ana ya tiene un cigarro encendido.
-¿Por qué empezaste a ir?
-Pues… parecía buena idea. En realidad empecé a ir porque una ex-novia mía (que era psicóloga) me convenció de que podría ayudarme.
-Ayudarte a qué, a eso me refiero.
Santiago suspira.
-Creo que en ese entonces yo ya había convertido muchas de mis manías en verdaderos vicios profesionales. No era particularmente grave, pero Carla (que así se llamaba) estaba convencida que podría empezar a derivar en algo más serio. Yo le seguí la onda y fui. Luego Carla se fue (o la fui, más bien), pero yo seguí yendo al consultorio.
-¿Qué pudo haber sido más serio?
-Puff, no tengo idea. Algún episodio maníaco o algo por el estilo. Seguro que tenía miedo de que me diera una crisis y saliera a la calle a violar a cuanta mujer me cruzara.
-¿En serio pensaba eso? Llevo conociéndote años y nunca te he visto como un violador compulsivo que espera su turno.
-Yo tampoco lo creo- dijo alzando los hombros- pero siempre tuve la impresión de que era ella la que estaba loca.
Ana le dio otra calada al cigarro. - Por cierto, que te viole un violador serial debe ser refeo. Es decir, violó a otras y seguirá haciéndolo. No eres especial ni como víctima.
Ahora es Santiago quien ríe. Ella aprovecha para llevar su plato al fregadero. Él decide mudar el cuerpo a un sillón y dedicarse a observar sus estantes. Le gusta hacerlo, le gusta observar como quien no conoce su casa, su historia, su mundo personalísimo, y se pregunta cómo es que nadie pregunta, por ejemplo, cómo consiguió la réplica en miniatura de la torre Eiffel que tiene en el tercer estante del segundo librero contando desde la derecha, o por la anécdota de los zapatos que están colgados de un clavito frente a la sección de las ces, o por los orígenes míticos del papel de un empaque de cigarros que se decidió a enmarcar y que colgó en uno de los resquicios que dejó en los libreros para fines exhibicionistas. A Santiago le gusta hacer como que no sabe y que pregunta sólo para poder recordar la anécdota del recuerdo.
-¿Ves ese empaque de cigarros?- le pregunta cuando Ana termina de lavar los platos y se sienta junto a él.
-Lo veo.
-Es un recuerdo de la primera vez que fui a Nueva York.
-Nunca he ido.
-Es lindo. O más que lindo.
Los dos contemplan el objeto enmarcado.
-Había ido a visitar a unos tíos. Cuando llegué apenas tenía 19 años. Era la sala de aduanas más limpia del mundo, te lo juro. Y estaba yo esperando en la fila entre un grupo de monjas y una pareja de pakistanís. Las monjas casi no hablaban entre ellas, y la mayoría sólo se dedicaba a estrujarse las manos. Había una monja enana, me acuerdo, que parecía pingüino.
Ana ríe.
»El gringo que me tocó no parecía mala gente. Me pidió los papeles, los revisó y me dijo Santiágou como confirmando. Sí, Santiágou. Luego sonrió. En serio que no parecía mala gente.
“¿Álgou que declarare?” me preguntó.
“Nope.”
»El gringo asiente, se pone los guantes, y se dedica a explorar mi maleta. Saca las tres cajas de Marlboro rojos y las pone sobre la mesa. Yo espero y pienso y me pregunto si estoy nervioso. Como no estaba temblando lo más seguro es que no lo estaba. Si no tiemblo es porque no lo estoy. Y la verdad es que no lo estaba. Seguro que no lo estaba porque el gringo no parecía mala gente. Él siguió revisando mi maleta con sus guantecitos. Yo no me preocupé; amén de los cigarros, unos libros y bastante ropa, no llevaba nada más.
“¿Pour cué tantous cigarrilios, Santiágou?” me pregunta mientras cierra mi maleta sin haber guardado las cajas.
“‘Cause I smoke a lot” le respondo.
»El gringo me observa y sacude el bigotito. Se pone a revisar algo en la computadora y yo no dejo de preguntarme si me podré robar un par de guantes. El gringo termina de darle al teclado, toma mi pasaporte y visa y los vuelve a revisar. Los pone sobre la mesa, lo mismo que la palma de sus manos.
“How old are you, Santiágou?”
“Just turned 19 last month.”
“And why are you bringing so many cigarettes, Santiágou?”
“Because I smoke a lot, I’ve already told you” le respondo.
»El gringo acomoda las cajas paralelas las unas a las otras. Me observa. Las observa. Me observa. Las observa. Vuelve a la computadora.
“How much time are you planning to stay in the country, Santiágou?”
“Just a couple of weeks.”
“And do you really need thirty packs of cigarettes, Santiágou?”
“Well… I smoke ‘round two packs a day, so yeah.”
“Geez, two packs a day… that’s a lot for a young guy like you, isn’t it?”
“You could say, yeah.”
“Aren’t you worried about your health?”
“Not really.”
“Smoking causes cancer, you know?”
“I know.”
“And why do you keep smoking, Santiágou?”
“‘Cause I already have cancer, sir.”
»El gringo se congela. Lo que sea que estuviera escribiendo lo interrumpe. Voltea a verme. Parece estar a punto de decirme algo, pero no le sale. Entro para salvarlo.
“It’s pancreatic cancer, you know? My lungs are fine, if that’s what’s keeping you worried.”
“I’m sorry.”
“You don’t have to be. You didn’t knew.”
»Y me observa, pero no como antes. La lástima en las pupilas siempre me ha parecido una lástima de pupilas. El gringo vuelve a lo suyo mientras evita mirarme a los ojos. Sella lo sellable y anota lo anotable con un silencio tenso. Yo me iba enrollando la bufanda en el dedo.

» “I think that’s about it” me dice mientras vuelve a meter las cajas de Marlboro en la maleta “Good luck, Santiágou.”
“Thanks.”
»Cojo mis cosas y salgo de la aduana. Salgo. En la sala de espera veo, a lo lejos, a mi tía y a un par de primos. “Camina y sonríe” me digo “Camina y sonríe, sí señor”. Los abrazos y los besos con saliva en la mejilla. No sé qué hacer cuando noto los lagrimeos de mi tía que no puede creer que esté tan grande. Yo, en cambio, no puedo creer que mi prima esté tan buena. Yo ni siquiera sabía que tenía una prima, pero es ella quien toma mi brazo para dirigirnos a la salida. Mi tío ya nos estaba esperando en el carro. No era un buen carro, pero era un carro, qué caray.

»Parecieron horas lo que nos toma en llegar a la casa con tanta pregunta que me iban haciendo. La mayoría eran preguntas para saber el estado de salud de parientes de los que yo nunca oí hablar. Para enfado de mi tía le tuve que confesar que soy un pésimo informante porque soy pésimo chismoso, y qué le vamos a hacer. A veces mi prima me tomaba de la mano y me preguntaba cosas del país. Tenía acento de pocha, pero a mí de cualquier forma se me paraba cuando me tocaba (no te rías). En esas estaba cuando mi tío anunció “Ya llegamos” y yo tuve que hacerme el idiota unos minutos para que se me calmara el asunto y poder bajar tranquilo del carro. La casa no era una linda casa, pero por lo menos era una casa.

»Ya, llego y saludo a un par de primos que no sabía que existían mientras mi tía me da instrucciones para llegar a mi cuarto y dejar la maleta. El cuarto en sí no era un gran cuarto, pero no era un mal cuarto. Aprovechando que me dieron tiempo para poder acomodarme me puse a vaciar la maleta sobre la cama (que no era una gran cama, pero qué le vamos a hacer). Calcetines, calzones y playeras a los cajones. Los libros los fui apilando en el buró. Las cajas de cigarros me las acomodé bajo la axila y salí al pasillo para buscar el baño.

»Por suerte el baño era un gran baño, y hasta me dio gusto cagarlo.

»Del baño bajé a la sala y me encontré a mi tía acomodando papeles en un escritorio.
“¿Todo bien, m’hijito?”
“Sí, tía.”
“¿Ya viste dónde está la cocina, el baño?”
“Sí, tía; ya vi.”
“Muy bien, muchachito.”
“Aquí le dejo sus cigarritos, tía.” le dije y me encendí un Raleigh.

Ana queda en shock varios segundos. Santiago le sonríe. Ella, por fin, rompe en risa .
-Eres un cabrón- le dice entre risa y risa.
-Y tú una cosa linda- le responde él, ahogándole la risa.
Se sonríen un rato, y ella quizá se ruboriza un poco, pero se recompone. Le observa y le sabe la razón de la sonrisa.

- Me gusta gustarte porque sé que a ti casi no te gusta nada. Uno de los halagos más lindos que alguna vez me han dicho me lo dijiste tú, de hecho: “Tienes ese nosequé que hace que uno te mire.”
-Y todavía lo firmo, caray.
-Creo que lo dijiste la primera vez que salimos.
-La vez del café.
-Y lo de olisquearnos.
-Y lo de besarnos en el lobby del cine abandonado.
-Ahora es un cine porno.
-Como todos los cines bellos.
-Ese día decidimos seguir saliendo juntos.
-Lo recuerdo.
-Y seguiste saliendo conmigo porque soy encantadora, ¿verdad?
-No, fue porque intuía que el sexo iba a ser increíble.
El cántaro de la risa, frágil por las cervezas y por la hora, se rompió de nuevo, y las carcajadas-cataratas se vaciaron por el espacio de la sala. Ana se levantó y abrió la segunda de las puertitas para sacar los chocolates.
-Por lo que veo, no puedo esconderte los chocolates.
-Bien sabes que amo los chocolates.
-No se me olvida, no.
Ana reflexiona antes de meterse un chocolate a la boca: -Amo el olor del mar y podría vivir a base de queso, chocolates y sandía. Mentira, preferiría un buen abrazo, aunque no sepa cómo pedirlo.
-Si quieres puedo abrazarte.- dice Santiago.
-No, no se trata de eso… -le responde
-¿Entonces de qué trata?- pregunta.
Ana observa otro de los chocolates en silencio durante un rato. Frunce el ceño. Busca la forma más adecuada de explicarse.
-Cuando era niña –dice rompiendo el silencio- no contestaba el teléfono porque no soportaba la incertidumbre de decir “Bueno” sin saber a quién. Y… creo que, de alguna forma, Algo de ese miedo ridículo se me quedó guardado. Siempre fui la antisocial del grupo, la menos metida, la más introvertida. Siempre fui una outsider, siempre me encargué de serlo. Yo era quien tenía que estar fuera de lugar, fuera del cuadro. Inclusive dentro del círculo de mis amistades cercanas me aseguraba de dejar un lazo bien marcado de quienes eran ellos y quién era yo. Pero creo que en ese tiempo yo no tenía idea de quién era yo. Carajo, que hoy día no tengo idea de quién soy yo.
Por lo menos ya dejé de buscar mi identidad en las cosas que me gustan, y ahora me río de los clichés y los lugares comunes… Pero no dejo de preguntarme en qué momento fue que dejé de hacer todo lo que me gustaba. Sí, supongo que gran parte se ahogó en mi relación con Armando. Estoy más que consciente que estar con alguien implica ceder un poco, crecer otro tanto y olvidarse lentamente de lo que era ser una misma para convertirse en alguien que se decide a compartirse con otro. Lo que no acabo de entender es cómo fue que me disolví tanto. Llegó al punto en que todo lo que me gustaba, todo lo que hacía y me emocionaba y etecé se había convertido en un borrón en el cuaderno. Y lo alarmante es que no me importaba, ¿sabes? Todo lo que solía ser pasó a segundo plano por dejar pasar los días. A decir verdad, lo que me molesta es que siento que perdí mi capacidad (que solía ser enorme) de fascinarme por el mundo.
-Supongo que, eventualmente, a todos nos pasa.
-Pero creo que en esto fui precoz.
»Si saco la cuenta, no sabría decirte a ciencia cierta qué fue de mí estos últimos años. Hoy en cuanto saliste a trabajar decidí que la mejor opción era quedarme. Estaba agotada. Pensé que lo mejor sería comer algo, descansar un poco y quizá esculcar entre tus libros. Pero no pude. No sé exactamente en qué momento fue (no debió ser mucho después de que te fueras), pero yo iba caminando al baño y de repente me cayó el golpe. Me senté a la orilla del sillón, me abracé las rodillas y así pasé toda la mañana, toda la tarde. Caí en cuenta de todo, ¿sabes? Por primera vez comprendí, asumí, realicé, yo qué sé, todos mis errores y todos mis fracasos. Por fin logré asimilar el vacío de estos últimos seis años. Por fin me asumí: Yo soy mi responsabilidad. Aventar culpas sólo denota mi inmadurez y las ganas de presentarme como una niña asustada por un ratón. Y no, ya no lo soy. Me fui, te fuiste, no me detuve, no te detuve. Lo sé, me queda claro. Pero, a la vez, no sé vivir sin saber qué tanto de lo que sucedió fue mi culpa.
»Dime, Santiago ¿fui yo la puñalada, o yo la que clavó el puñal?«
Santiago no sabe qué responder, y la verdad es que por largo tiempo él se había estado haciendo la misma pregunta. Cualquier palabra o frase se le ahoga. Ana lo entiende.
- No te apures, la verdad es que yo tampoco lo sé... y tampoco estoy muy segura de querer saberlo. Pero, a la vez saber es la redención del culpable (la verdad es que alguien debería hacer una radiografía de mi culpa. Apuesto que sería asombrosa). Sí, soy de la idea de que entender y entenderse es la única forma de hacer las paces y seguir andando y admito que es una de las razones por las que me decidí a venir aquí. Y sucede que yo no he podido seguir andando: Todavía te observo y algo muy dentro mío se remueve. Por ejemplo, ahora que te veo (así, tan tierno, y tan atento, y tan callado), termina por parecerme una torpeza ser sólo lo que somos. Otras veces, en cambio, ese pensamiento me parece una estupidez«
Ana da un suspiro tremendo. Quizá le tiembla un poco el labio, pero cuando habla su voz está quieta:
-Seré breve, muy breve: Te he extrañado y eso duele. Tenerte aquí, estar aquí se me ha vuelto una especie de lucha interna entre querer estar y no saber si puedo estar. De alguna manera siento que dejé caer las piezas, y por más que quiera no tengo idea de si tengo venia para volver a levantarlas.
»Si he de serte sincera, a veces (sólo a veces) siento un poco de envidia por las personas que logran amarse entre sí sin mayores conflictos.
-Yo no- irrumpe Santiago- yo le tengo una cierta compasión a aquellos que creen tener las cosas claras.
-¿Inclusive a mí que quiero tenerlas?
-Inclusive a ti. Soy de la idea de que el equilibrio es imposible porque el mundo no es una delgada línea entre dos conceptos que hay que armonizar. Hay miles de factores en juego, y tengo la impresión de que sólo te dedicas a reducirlo a víctima y victimario.
»Para desgracia de tu argumento, la realidad tiene una paleta enorme de matices de gris, a diferencia del mundo de tu consciencia en donde todo es blanco o negro; así que por favor, ahórrate el convencerme de que eres tú y que no soy yo. Asumir la responsabilidad ajena también es parte de asumir la propia responsabilidad. Bien lo dijiste: “Me fui, te fuiste, no te detuve, no me detuviste”, ambos compartimos esa culpa, no te martirices.
-Pero estoy harta de esta incertidumbre.
-¿Y buscas consuelo?
-El no sentir a veces es cura.
-El no sentir es aburrido.
-¿Entonces qué me queda?
-Hay dos sopas: aceptarlo o ignorarlo.
Ana truena la lengua
-¿No hay de otra?
-Supongo que un milagro tampoco caería mal.
-Puede que los milagros existan, pero son alérgicos a mí. Además no sabría a quién pedirlo.
-San Judas no sería mala idea. Caray, que la verdad es que parece que es el santo patrono de este país
Ana, por fin, vuelve a reír, y la risa se le contagia a Santiado. La tensión que se les había estado acumulando en las sienes y en el puente de la nariz pareció desaparecer por completo.
-De alguna forma me desespera esto que soy. Esto de ir por la vida diciendo “Buenos días, me llamo Ana y ando entre que voy y no voy, entre que puedo y no quiero, entre que me hago la idiota y sigo sintiendo...” no es particularmente agradable. Si yo fuera otra clase de persona me gustaría más mi vida.
-¿Y qué tipo de persona eres?
-Una que quiere ser feliz.
-Entonces me gusta la persona que eres.
-Pero la persona que soy carece de méritos propios.
-No es cierto, eres linda. –dice Santiago, pero por la mirada entiende que no fue suficiente- Y amable. También eres amable.
-Como si valiera de algo ser amable.
-No cuesta ser amable, lo que cuesta es parecerlo. Recuerda que en un mundo sin concesiones cualquier refugio es bienvenido.
Ana sonríe. Después, sin quererlo, en un gesto automático, consulta la hora. Se dice “sin quererlo”, porque parte de la magia de una noche en vela es nunca saber en qué plano de las horas se mueven las bocas.
-Dios mío, es muy tarde…
-¿Qué hora es?
-Las cuatro.
-Bastante tarde, sí.
-Deberíamos dormir.
-¿En serio? Podríamos seguirle.
-Pero mañana, cuando te levantes para la escuela, no va a ser bonito.
-La felicidad también puede ser dormir poco y pasarse la noche en vela... –Santiago suspira- Y a veces es mejor que no amanezca, porque el mañana sólo significa "a hora temprana", y las horas tempranas como que no van conmigo.
-¿También lo tenías preparado?
-Claro, mi naturalidad está pomposamente ensayada. Pensar mucho las cosas es masturbación intelectual.
La risa arranca de ambas partes: una por la naturalidad de la respuesta, y la otra por haberla ideado.
-A veces puedes ser muy bobo- dice Ana entre risas.
-Bobo, sí, ¿Pero también culto, y simpático y lindo?
-Nope, nomás bobo. –responde Ana con la risa todavía tallando en la garganta.
-Qué infravalorado está el candor.
Ella ríe un poco más, y Santiago no hace más que sonreír viéndola. Después, cuando los borbotones de risa se hacen más espaciados, le dice:
-Me gusta hacerte sonreír.
-¿Mucho?
-Sí, mucho. Aunque, en realidad, es una cuestión más bien egoísta.
-¿Cómo egoísta?
-Verás, soy feliz cada vez que sonríes, entonces quiero esa felicidad toda para mí. – le responde Santiago.
Ana sonríe, y en la sonrisa Santiago entiende.
-Ven, vamos a dormir- le dice Ana.

miércoles, 27 de enero de 2010

Sentadito me veo más bonito.

Soy mundialmente reconocido por ser un mal bailarín.

Instructores rusos de ballet usan videos de mi ser bailando como mal ejemplo para sus alumnos (dicen las malas lenguas que también los utilizan como castigos).

Anualmente se hace algún referéndum en mi país para que me se aplique la pena de muerte. Por fortuna (para los catatónicos, a quienes les simpatizo demasiado), Derechos Humanos siempre sale a mi defensa. Estos buenos chicos se encargan de recordarle a mi nación que, aunque baile como pingüino en primavera, todavía soy humano.

En realidad, la violencia que se ha sucitado en los últimos años en torno al narcotráfico es sólo una excusa (una pantalla de humo, si se quiere) para que "accidentalmente" una "bala perdida" me deje tirado en una acera, o, de perdida, tetrapléjico.


Pero a ella le gustó malbailar conmigo.

Y ya me ganó con eso.

domingo, 3 de enero de 2010