miércoles, 2 de junio de 2010

Capítulo sin número número diecisiete.

N. del A. Otro capítulo de la novela. A este ya le estoy tomando cariño.


Deadline.

Ana llega tarde a la casa. El sonido del impacto de las llaves contra el plato de latón que está sobre el librero alerta a Santiago. Sin embargo, éste no sale a recibirla. Él escribe. Tecleando lo más rápido posible para ganarle tiempo al tiempo pone un punto justo cuando Ana se asoma a la puerta, como parece ser que acostumbra.
—Llegué.
—¿Cómo te fue?
—No estuvo mal. Paseé mucho. Los pies me duelen horrores. Además, estuve todo el día cabizbaja. Imposible controlar la obsesión por la mancha de pasta de dientes. Y mantenerla vigilada. Y odiarla. –Santiago ríe— Pero supongo que, overall, el día estuvo muy bien. Compré tacitas.
—¿Más? Tienes millones.
—Déjame con mis tacitas. ¿Tú cómo estás?
—Meh.
—¿Y eso?
—Mucho trabajo.
—Oh, bueno, te dejo en paz
—No, no te apures. Realmente no estoy haciendo nada, sólo me hago el idiota un rato.
—¿Qué tienes que hacer?
—Un cuento. Y un artículo para un periódico. Oh, y revisar un ensayo, pero todavía no empiezo bien con ninguno.
—¿Y de plano no sale nada?
—Niet. Tengo una hoja en blanco delante de mí diciendo "ven aquí, cabrón, ¿por qué tiemblas de miedo?". Y claro, yo nomás tiemblo.
—¿Para cuándo es?
—Para mañana.
—Oh. ¿Todo?
—Sí.
—Oh.
—Para mañana a las nueve.
—Oh.
—Y llevo dos párrafos.
—Oh.
—Estoy jodido.
Ana ríe un poco
—Parece ser, sí. ¿Crees acabarlo?
Santiago se enciende un cigarrillo, recarga los pies en el filo del escritorio, y estira las piernas para arrastrar la silla lejos de la laptop. —Claro. Pero me gusta angustiarme.
—No entiendo cómo trabajas bajo presión. Yo, por más que intente, no puedo.
—Deadlines, honey. La única razón por la que el arte existe.
Ana ríe. Roba un cigarro de la cajetilla de Santiago, brinca sus piernas todavía estiradas, él hace un amague de quitarlas, pero lo hace tarde, ella ya está al otro lado. Ana se sienta en el futón, acomoda con un movimiento rápido una maceta con un cactus pequeño, y le pregunta: —¿Entonces qué piensas hacer?
—No tengo un gran plan –responde Santiago— tan sólo intentar escribir algo, lo que sea, pero que tenga colillas húmedas.
—Es tu tipo ideal de plan.
—Lo es, pero no es tan sencillo como parece. A decir verdad, confieso que para casi todas entregas me hacen falta unas cuantas horas.
—Y sin embargo, todavía no estás haciendo nada.
Santiago arruga la nariz –Déjame ser —dice— En este momento, en alguna parte del mundo, alguien más se está haciendo pendejo, y tú bien sabes que a mí me gusta ser solidario.
—Eres un procrastinador profesional.
—Tantos años de práctica.
—¿De qué es el cuento?
Santiago se incomoda –De, eh, no sé, cuento— le responde.
—Bueno, sí, me imagino, pero ¿de qué trata o qué?
—No me gusta hablar de lo que escribo.
Ana finge poner cara de ofendida —¿No me vas a decir, cabrón?— dice al momento de aventarle en broma un cojín pequeño. Santiago detiene el cojinazo con un gesto vago y ríe un poco. Ana sonríe, juguetona.
—Son supersticiones personales: si nunca digo de qué trata y si nadie sabe qué es lo que estoy haciendo, me irá bien. –Ana pone una cara que a Santiago le parece que le dice “anda, no seas ridículo”, entonces él añade: —Aún así prometo mostrártelo todo, sólo estate cerca.
—Lo estoy –Santiago sonríe, Ana también— voy por un té.

Ana, que se había quitado los zapatos en el estudio, sale caminando en calcetines del cuarto. La dureza del piso de madera lastima un poco sus talones, así que no duda en acelerar el paso hasta las alfombras de la sala. Atraviesa con calma el cuarto, caminando primero entre el sillón y la mesa de centro, luego subiendo los dos escalones que de alguna forma separan la cocina de la sala. Rodea la barra y sus pies sienten el frío de las lozas de barro. Vierte el agua del garrafón pequeño que compró esa mañana en una tetera. La pone al fuego. Mientras espera, escucha el rumor del sonido de los dedos contra las teclas que viene del estudio.
Santiago escribe. O, más que escribir, navega entre las ventanas del procesador de texto, haciendo algunos arreglos aquí, otros tantos por allá. Cuando Ana vuelve enfundada en su pijama y con la taza de té en la mano izquierda, Santiago no duda en volver a alejarse del escritorio.
—Cuando te piden que revises un ensayo sobre pornografía te cuestionas sobre tus cualidades literarias o si te saben alguna otra cosa.
—¿Te saben alguna cosa?
—No creo, soy discreto.
Santiago vuelve a acercarse a la pantalla. Su dedo hace que las páginas vayan sucediéndose una tras otra. Frustrado, cierra esa ventana. Ana lo observa.
—Qué triste es percatarte que estás haciendo mal lo único que, por lo menos en teoría, haces bien.
—No va bien, asumo.
—Para nada. Además tengo hambre.
—Eso no ayuda.
—No, it doesn’t. Tengo tanta hambre y tanta flojera que se me está antojando bien cabrón esa morona atorada en mi teclado.
—Éntrale.
—Debería.
Los dos sonríen y guardan silencio. Ana se concentra en el lento tic—tac del reloj de Santiago.
—No pensaba que escribir fuese tan difícil para ti.
—No es nada sencillo inventar mundos. Es, vaya, como sacar un conejo del sombrero cada vez que plasmas una palabra. A veces, sencillamente, los conejitos no están listos.
Ana asiente. —Sí, la verdad es que no sé cómo funciona eso –dice— no es del tipo de cosas que se me dan. Será porque soy implícita. Y cuando me explicito pierdo mi húmeda intimidad.
—Siempre has sido así. Me acuerdo que me frustraba horrores cuando te escribía correos larguísimos y tú me respondías sólo con un par de líneas.
—Te molestabas mucho.
—Sí, la verdad es que sí. Pero aprendí a lidiar con ello porque te quiero.
Ana sonríe. Santiago se pasa, sonriente, la mano por el cabello, dejando que sus dedos se enreden suavemente.
—Bueno, aún así –prosigue Ana— ¿Por qué te está costando tanto escribir? Pensé que era el tipo de cosas que hacías en automático.
—Usualmente así es, pero ahora se trata de escribir un artículo de actualidad, y ese tipo de cosas no se me dan. No tienes idea, no hay nada peor que escribir desde cosas concretas, desde ahí todo va cuesta abajo.
—Uy.
—Y luego está el detalle de la computadora. En vez de multitasking desarrollé déficit de atención. Y es en parte su culpa.
—El Internet es el gran enemigo del hombre.
—Fiel aliado de la ociosidad y la distracción.
—Pero es muy sencillo ser feliz con él.
—Es una cosita encantadora.
—¿Debo imaginar que te retacas de videos y de páginas estúpidas?
—No. O casi no. Leo mucho, eso sí.
—Eso es bueno.
—Leo demasiado, más bien.
—Eso es malo.
—Sé que es sabio aprender a vivir a sorbitos, pero con tanta agua y tanta sed sencillamente no se puede.
Ana se levanta, toma y enciende el último cigarro de la cajetilla. Separa las cortinas blancas, abre la ventana, se sienta en el marco. Se estira, succiona el alquitrán lentamente, sonríe.
—Para mí todo esto suena a excusas para no hacer nada.
—Lo son —admite Santiago— me gusta arrinconar la inspiración hasta que le de claustrofobia y reviente. O repegarme a ella en una esquina y meterle mano.
—Te complicas demasiado, guapo.
—No es complicarme, es llevarlo al límite. Además, ¿qué diversión encuentras en vivir sin dramas?
—Mira, querido, que mi vida no es precisamente ajena al drama.
—Dramas de escritura, me refería.
—No escribo nada, pero qué tal me siento en el marco de la ventana a fumar de madrugada mirando en lontananza. Actitud tengo.
—Nadie lo niega.
Santiago toma la cajetilla vacía, la sacude, revisa que no haya ningún cigarro escondido, la tira en la papelera. Después abre un cajón. Busca. Parece no encontrar nada. Cierra el cajón y abre otro. La acción se repite tres veces más.
—¿Me acabé tus cigarros?
—Me temo que sí.
Ana contempla lo que queda del cigarro. Son, quizá, unos tres centímetros. Duda un poco, pero al final lo avienta por la ventana.
—Perdón.
—No te apures. A decir verdad, no entiendo por qué siempre se me olvida el objetivo de mi vida: comprar cigarros.
—Tantos años dedicándote a eso, y fallar justo ahora.
—Sí, caray. Yo sí le echo ganitas a la vida, pero cuando no hay cigarros no hay cómo, caray.
—Tranquilo, no te vas a morir.
—Eso es lo que me preocupa, lo que no quiero es sobrevivir.
Los dos ríen un poco. Ana hurga en su bolsa, saca una cajetilla de Camel y se la avienta a Santiago. Él hace un gesto de desagrado, pero no dice nada y saca un cigarro. Fuego.
—A mí lo que me gusta es producir ceniza— dice Santiago dejando escapar el humo junto con las palabras.
—A mí lo que me gustaría es que te pusieras a trabajar.
—Ya, deja eso. Empezaré en un rato.
—En un rato puede ser muy tarde.
—Lo único difícil es animarme a empezar. El comienzo es lo importante, lo demás son sólo detalles y notas al margen.
—¿Nunca has quedado mal?
—Nunca. Hasta eso, la gente confía en mí.
—Y hasta te pagan, caray.
—Que me paguen por hacer lo que me gusta es estupendo; pero sería mejor que me pagaran más. Quiero vivir de tomar fotos, y hablar de cine, y tomar café, y leer a Kerouac, y fumar, como tú, en la ventana. Pero nadie me quiere pagar por eso.
—Si pudiera, yo te pagaría por hacer justo eso.
—Pero lo que yo necesito no son buenas intenciones de mecenas, sino un mecenas de buenas intenciones.
—Púdrete, pues.
Santiago sonríe. Se acerca a la computadora y lee un poco. No pasa mucho tiempo antes de que vuelva a echarse para atrás.
—Cada día dudo más de las palabras. Las mías, por lo menos.
—¿No te está quedando?
—No es eso. Es que, no sé, no me siento cómodo con el tema del artículo. Es como ponerse otra piel –Santiago reflexiona— No, no sólo es eso. Es como ponerse una piel que no te queda por apretada, una piel que espera que seas directo, lógico, coherente, sensato, exacto. Y yo soy todo lógico y exacto hasta que siento. –Santiago da un suspiro— —Escribo para retratar lo que ven mis ojos, así no sea lo real o lo consensuado; y ellos lo que buscan es algo tangible, latente. Es como encajar un círculo dentro de un cuadrado, ¿sabes?. Un círculo, por cierto, cuyo diámetro es más grande que los lados del cuadrado. Lo intentas hacer embonar y no queda. Hay una parte del área de mi círculo que entra (mi lógica, mi razonamiento, mis observaciones, en fin, mis defectos), pero las partes que me importan (incluyendo la línea curva) quedan fuera… y eso me incomoda. No me queda más que fingir que estoy dejando de fuera esas partes… Y eso de ajustar la mentira a los deseos de otros no es lo mío. Lo mío lo mío es migrar de una temporalidad a otra.
—¿Y por qué no, no sé, dices lo que queda afuera?
—No es un mérito decir siempre lo que se piensa. Es una pésima costumbre. Por lo menos en el ámbito laboral. Por lo menos en los periódicos. El periodismo es, por lo general, un mundo que sabe cómo usarte, pero no como valorarte o entenderte.
—¿Realmente odias los periódicos, cierto?
—Mucho, pero no sé explicarlo. Si me lo preguntas, es porque creo firmemente que la diferencia entre el periodismo y la literatura es que no usas las páginas de los libros para hacer piñatas.
—Qué crudo.
—Mucho, pero así me siento. Sobre todo hoy día. La máxima del nuevo periodismo parecer ser la de mandar gente que no sabe lo que cubre a preguntar a gente que no vio nada. –Santiago espera, pero Ana no asiente; sólo escucha. Santiago continúa— No sé, me decepciona la falta de análisis, es eso. En nuestros tiempos parece que el método de la duda es obsoleto. De un par de siglos para acá lo que mueve al mundo es la queja. Quienes supuestamente deberían dedicarse al análisis (incluyéndome) tienen acogerse a las pautas de la ideología de su periódico… y eso choca conmigo.
—Pero, a fin de cuentas es tu trabajo, ¿no te parece?
—Lo sé, lo sé. I’m just whining —hace una pausa al tiempo que deja caer la ceniza sobre el cenicero— pero a veces me gustaría escribir sin tantas mascaradas.
—Acuérdate, Santiago, que la pureza es para el agua potable, no para la gente.
—Es lo mismo que dice el Director…
Ana, al igual que Santiago, se queda en silencio. Santiago enciende otro cigarro, y Ana también toma uno.
—Estoy convencido de que el mundo es mucho mejor sitio que el que nos pintan los periódicos. Los headlines amarillistas no dejan de cansarme. Hay días en los que deseo que al final de una nota pongan un "Pero todo fue un sueño, ella está bien... en serio"; –Ana ríe— Pero, a la vez, también me preocupa que utilicen ese método para vender más ejemplares. No es que me preocupe, es que tengo la certeza de que lo harían. Entre los actos que mejor me salen está el de decepcionarme de la gente. Pero, claro, el mérito es de ellos.
—Ya, no te amargues.
—Sí, caray. Ya necesito otro discurso.
—Mira, a mí tampoco me encantan los periódicos, pero los leo rutinariamente para buscar si salieron mis sueños dentro del torrente de noticias.
—¿Alguna vez han aparecido?
—No, pero no pierdo nada con intentar.
—¿Y qué pensarías si algún día sucede?
—Sería como una confirmación. Para mí si algo no lo defines no existe, y voy por la vida con la esperanza de que alguien más se ponga a definir lo que sueño.
—Eso me suena más a labor de la psiquiatría que del periodismo.
—Es cierto, pero me ahorro un friego.
— Sin duda.
—Para mí la verdad es eso que todos desconocemos, pero que algunos intuyen; y si alguien lo intuye mejor que yo, para mí excelente.
—Yo en cambio he ido edificando mi vida sobre unas pocas convicciones que me reditúan muy pocas certezas. Sin embargo, me alegra esto de ir por el mundo sin saber bien qué pasa. Me gusta no saber dónde puedo terminar.
—Es lindo eso… siempre y cuando no termines en una zanja.
—Eso depende mucho de cómo eres.
—¿Y cómo eres?
—Sólo soy.
—¿Y qué eres?
—Soy lo que hago… sobre todo lo que hago para cambiar lo que soy.
—Excelente respuesta, my dear friend.
Ambos se sonríen, tranquilos. Ana suspira, todavía sonriente, y acaricia inconscientemente la madera del marco de la ventana. Luego le pregunta a Santiago:
—¿Ya te vas a poner a escribir?
—Quizá— le responde él ya menos fastidiado.
—Me doy cuenta de que el “quizá” y el "tal vez" es tu forma de no comprometerte con lo que dices
Santiago lo considera un poco, pero después asiente –Es cierto, pero supongo que es porque así soy. No me agrada comprometerme con las cosas. Te lo dije, me gusta no sentirme seguro de lo que creo, y creo que eso es porque me da más libertad de pensamiento. Los ideales fijos me molestan, y no puedo evitar lamentarme de a quienes las ideas les van como zapatos viejos que se resisten a tirar porque les resultan comodísimos. No me gusta atarme a lo que creo porque no estoy muy seguro de creerlo realmente. Nunca he aprendido a ser coherente, y eso es algo que nunca he echado de menos –hace una pausa, se reacomoda en la silla— Nunca he sido de los que se comprometen con alguno de los dos lados del poder, y eso es porque sencillamente no estoy convencido de ser capaz de poner, así como así, todos mis huevos en una canasta. Y, aquí entre tú y yo, el no saberlo no me molesta, ¿sabes?. No me molesta porque conceptos como poder, convicción e ideología me son algo ajenos. En realidad, el único poder al que aspiro es el poder de conmover.
—Don’t we all?
—Soy uno de esos que está muy lejos del noise. De lo político, de lo mediático, de lo artístico. Yo hago lo que hago y vivo como vivo; y aunque hay cosas que sé que no me gustan, también hay cosas de las que tengo una certeza, cuando menos emocional, de que me encantan. Hay política que detesto y políticos que me encantan, música que no tolero pero músicos que me simpatizan, periodismo que me revienta y periodistas en los que me reflejo. En fin, que soy todo contradicciones.
—Un poco como todos. Pero no todos escriben.
—Bueno, es que para mí es lindo escribir. Es de las pocas certezas que tengo.
—El arte, pues.
—No, no me estoy refiriendo exactamente al arte. Me refiero a crear. Para mí, todo es bueno en la vida cuando uno cree o se engaña creyendo que está haciendo arte
—¿Entonces escribes para engañarte?
—No, escribo porque tengo manos, porque me gusta el sonido del teclado, porque me gusta hundir las teclas con mis dedos.
Escribo porque me gusta levantar mundos de la nada, y tirarlo como piezas de un jenga. Escribo con la garganta entre las manos. Escribo para gozar y para que me lean. Y no sólo se trata de que me lean, sino de que atraviesen mi texto.
—Escribes, básicamente, para no matar a nadie.
Santiago ríe. La garganta, que siempre se le hace puño cuando se emociona, se relaja.
—Sí, es cierto. Lo más sorprendente es, sin embargo, todo lo que no se escribe al estar escribiendo.
—¿Para qué sirven los escritores si no para destruir la literatura? Debiste de haber sido poeta.
—No lo creo, no sería buen poeta.
—Pero de vez en cuando haces versos. Algunos son muy lindos.
—Pero hacer versos no es ser poeta. Si no, eso significaría que todo adolescente con acné que hace versos en el fondo del cuaderno es un poeta. Y no.
—¿Y por qué no?
— Porque el oficio del poeta es un oficio mucho más complicado que el de únicamente hacer versos.
—Yo no creo en el oficio del poeta porque no creo que la poesía sea un oficio.
—Quizá no lo sea, pero no puedes negarme que para hacer poesía se necesita tanto o más trabajo que cualquier otro oficio.
—La palabra poesía es una palabra demasiado peligrosa.
—Bueno, en sí, la poesía es una cosa peligrosa. Una navaja es un poema, y a veces un poema es una navaja. Yo, personalmente, odio a la poesía, pero eso es porque me mata.
—A mí me encanta la poesía cuando me aniquila, pero eso es porque creo firmemente que la poesía, toda, es esencialmente amor.
—Muchas cosas son poesía. En el bar, un niño mixteco llega a ofrecernos fundas para la laptop; bordadas con colores brillantes y soles. Yo pienso que eso es un poema. Pero, nunca me he creído como alguien capaz de hacer poesía. Así que yo ni poeta maldito, ni maldito poeta. Apenas llego a poeta malito; y a mí no me gusta quedarme tan a medias. Mejor me atengo a mi prosa, aunque la mayor parte de lo que creo que está bien en mí quede afuera.
—No creo que dejes lo mejor afuera. Creo que el área que queda en tus textos es, cuando menos, preciosa.
Santiago sonríe incómodo.
—Sé que es bueno escuchar palabras alentadoras y elogios, pero a mí me sacude… no el insulto, sino la voz de mi writer interno. A decir verdad –añade— me odio un poco si me halagan.
—¿Por?
—No sé, es de la lista de cosas que se me quedaron de cuando era niño. Cuando mis mayores me felicitaban, ignoraban estaban promocionando mi timidez, mi miedo a la realidad, mi pánico a la gente. En fin la vida.
—Qué ridículamente modesto.
—Es que, por más que me encante escribir, siento que es labor de hormiguita.
—¿Cómo que labor de hormiguita?
—Me refiero a que el gozo es muy personal y muy mío. Es una labor sencillita la que hago. En cambio, hay cosas que lees y te vas para atrás. No sé bien si me maravillo fácilmente o qué, pero no hay nada como meterse dentro del universo personal, qué digo, dentro del trabajo elefante de otro autor. Hay libros que dan sueño, no porque sean aburridos, sino porque son un sueño.
—Hay autores maravillosos, sí.
—Deberíamos de canonizar de forma pagana a algunos autores.
—¿Tipo San Saramago?.
—O San Murakami.
— San Juan Rulfo.
—San Ibargüengoitia.
—San Benedetti.
—San Benedetti, sí. Veamos, ¿qué otro puede ser?
—San Wilde.
—Sí, y San Alessandro Baricco.
—San Pablito Neruda.
—San Cervantes.
—San Kundera.
—Uy, no, ese no.
—¿Cómo que no?
—¿Todavía te gusta Kundera? ¿A tu edad?
—A ti te gusta Benedetti, corazón.
—Touché.
Ambos ríen. Ana le dice a Santiago “Voy por agua, ¿quieres algo?” y sale del cuarto en cuanto él asiente. Santiago ya no hace amagues de acercarse a la computadora. Se estira en la silla y espera.
Cuando Ana vuelve con los vasos (uno de agua, otro de Coca—Cola) Santiago le dice:
—Me acuerdo que cuando era niño usaba de enemigos a las portadas de los libros que me daban miedo.
—Eras un niño muy rarito.
—Una madre, sí. Todavía tengo casi todos los libros que tenía de chico. Mis hermanos no los quisieron.
—Y dime, queridito, ¿entre tanto libro –dice paseando la mirada por los libreros del estudio— todavía sabes dónde están esos libros?
—No— responde riendo Santiago —El problema de tener tantos libros es que es muy difícil llevar la lista de dónde has dejado cada uno. Vaya, que lo peor de ser bibliófilo es acostarse en la cama y que uno de los libros que están bajo las sábanas se te encaje en los riñones.
—Auch.
—Pero es lindo tener tantos libros. Es lindo leer. Leer es que te digan a los ojos. Aprender a leer hasta quedarse dormido y dejar manchas de baba entre las páginas es lo mejor que puede llegar a aprender el ser humano.
—Ojalá no se te seque el cerebro, como al Quijote.
—Ojalá. No sé si debería preocuparme por el hecho de que me paso cada momento a solas construyendo diálogos imaginarios (y brillantes, por cierto) en el interior de mi cabeza. Aunque no tenga que pensar en decir cosas, o no tenga que dar declaraciones... debería dejar de imaginar conversaciones que probablemente no sucederán...
—Aunque delirar un poco nunca hace daño.
—El problema es cuando pienso en cosas taradas. Como la palabra “ósculo”. Ósculo siempre me sonó a beso de mariposa (ese que se da pestañeando las pestañas de la otra persona). Ósculo ocular, una cosa así.
—Bueno, esos son tus delirios idiomáticos.
—No soy tan fan de mi idioma, hasta eso.
—¿Del español? ¿Por?
—Porque no me sirve, claro. ¿Yo para qué quiero un idioma que no me dice lo que me dicen tus ojos?
Ana se sonroja. Si se diera el caso, se podría decir que se hinchó de ternura al escuchar a Santiago. Él prosigue.
—Dentro del universo del idioma (este idioma nuestro), hemos creado una suerte de código semiótico mutuo que, me temo, colma mi felicidad.
—Y la mía.
—Qué extraño es este idioma de quererte.
Santiago la mira y Ana retira la vista. Se hunde más en el sillón. Toma aliento y dice:
—Se puede acabar el día. Ya me mataron unas palabras. Y una mirada.
—Bueno, es que yo soy de donde dejo la mirada
—Es que a uno le lanzan una mirada de esas y le desconfiguran el día.
—¿Nadie te contó alguna vez cuán sexy es la inseguridad? ¿Que no hay cosa más tierna que una muchacha sonrojada?
—Por el glamour de dios, me ruborizo.
—¿Debería cobrar por hacer frases inolvidables?
—Deberías, serías rico.
—No tengo ilusiones de ser rico. Yo sólo planeo hacer lo que hago siempre: vagar.
—¿Es tu única ilusión?
—Bueno, eso y aprender a tocar el piano para trabajar en un cabaret y que las putas se sienten sobre él para cantar tangos tristes. Y tú, claro.
—Ya deberías ponerte a trabajar. Mañana no podrás levantarte, y les llevarás cara de panda enfermo a tus estudiantes.
—Ojeras, baby, el precio de la sabiduría.
—¿Te pondrás a trabajar?
—Sí. Pero antes me voy a autorrecetar tiempo y silencio.
—Entonces te dejo.
Ana sale del cuarto sacudiendo con la mano el cabello de Santiago. Se va al cuarto, y después de cambiar canal tras canal decide ponerse a ver una película.
Tres horas después, Santiago abre la puerta del cuarto y anuncia:
—He llegado al punto en que mis neuronas han abandonado la sinapsis y abrazado la sinopsis. Mañana, vía café, la vida recobrará sentido.
—Buenas noches, corazón.