lunes, 10 de septiembre de 2007

Tres y media.

1

Cuando a Marcial le dijeron que se moría, salió del consultorio del doctor Reyes para encontrarse con un pueblo de las tres de la tarde completamente vivo y cotidiano, o sea, vivo e indiferente. Un pueblo que no tiene encima el fardo de una pena de muerte, ni de cincuenta años malgastados. Salir del consultorio y encontrarse de frente a la puta vida, mientras se va deshilando la que queda; salir mientras la llama se apaga, y no encontrar mechero, infierno, veladora que la encienda; salir a un pueblo de las tres y cinco dejando de ser un ciudadano corriente para entrar de golpe a la casta de los moribundos, aquellos indeseables. Aquellos que tienen sellado el porvenir del mal morir, aquellos que no tienen la condena latente, sino firmada, del destierro de la vida; aquellos pobres diablos que, como doña Beatriz, se sientan en la calle con su poca vida a esperar que la muerte no se los lleve en viendo el techo en la cama; o, que como Brunno, hijo de los Salazar, viven la muerte en vida: con el cerebro seco pero el corazón latiendo. En fin, de golpe ser parte de aquellos imbéciles que solo esperan... no, cuál esperan; aquellos que desean, ansían que les llegue sin tanta prórroga el último segundo.

Entrar vivo al consultorio y salir sentenciado a un pueblo de las tres y siete, hora en que sólo los turistas pasean por la plaza sin quiosco que está frente al consultorio, hora del sol despiadado y sin nubes, hora en que no hay nada abierto pues todos o casi todos salieron a su hora de comer, salir sin más esperanza que morir de repente, o no morir nunca, y no en dos a tres semanas. «¡Adiós, don Marcial!» dice el chico Bojórquez cuando pasa frente a él con su bicicleta. "Adiós" le dice el niño, y a Marcial le sabe amargo. Por lo bajo, lo manda a chingar a su madre. «Al fin y al cabo» se dice con los resabios del rencor «Si bien se piensa él también se está muriendo, o por lo menos sé que se va a morir algún día; y no razones que detengan a la muerte. Quién quita y a la vuelta de la esquina se cae y se rompe la cabeza con una piedra". Se dice al tiempo que se maldice por pensar tal barbaridad. Si no se persigna (cosa comprensible puesto que no es mal católico) es porque en algún rincón de su alma culpa a Dios por su mala memoria, lo culpa por haberlo olvidado, y cree justo que él también se pueda dar el lujo de olvidarlo. Es, a fin de cuentas, un hombre que al conocer su destino lo busca en los ojos de los demás, quizá como finta a su corta realidad o como expresión del odio recién estrenado hacia su futuro.

3

El pueblo de las tres con nueve con polvo pero sin viento, el pueblo de las tres y diez con sol y sin sosiego, el pueblo de las tres y once con el pueblo de las tres y doce comiendo, el pueblo de las tres y trece con un viejo agónico que atraviesa en diagonal la plaza, el pueblo de las tres y cuarto preparado a tachar a alguien más de la lista.

4

«¿Qué es la muerte?» se cuestiona ingenuo, como el que pregunta por el aspecto del presidente cuando está a dos pasos de darle la mano. «¿Qué es la muerte?» se repite pero no se contesta. No se atreve a hacerlo, niega la respuesta para negarse a sí mismo lo que ya sabe. La banca de la plaza sin quiosco del pueblo de las tres y veinte le da asiento a su cuerpo con preguntas; pero el árbol de la plaza sin quiosco del pueblo de las tres y veintiuno le da sombra viva a sus respuestas.
No eleva, ni se le ocurre elevar su pensamiento ni a su esposa ni a sus hijos, ni a sus padres fallecidos, ni a los amigos que se le fueron. Tampoco comenzó a lamentarse por sus posesiones materiales ni por la vida que había vivido. Reflexionó en cambio en su pasado tan pasado y, sobretodo, en su futuro tan seguro. Sus pensamientos no caen en los lugares comunes de los condenados, su corazón no pesa tanto como sus ansias de vida; su memoria no quiere aprovechar estos días para retroceder: su memoria, sencillamente, no quiere dejar de crecer.

5

La banca verde de la plaza con polvo y sin quiosco del pueblo de las tres y veinticinco lo ve levantarse, dejando, al momento en que se alza, toda su congoja, su auto-compasión, reemplazándolo a su vez, por el coraje, por la rabia. Dejando inundar su cuerpo por algo semejante al odio, da tres pasos y trastabilla; cierra los ojos y ve, a través de los párpados, un mundo de sombras teñidas de rojo. Le tiembla la barbilla al suspirar, le queda en la garganta un sabor a calor con polvo, a la tierra hervida de aquél pueblo de las tres y veintisiete.

6

Empieza a caminar y camina cada vez más rápido, corre: Se dirige al consultorio del doctor Reyes para gritarle a la cara su rencor. Este odio nuevo (un odio no creador, pero tampoco ciego) lo lleva a toda prisa, a pesar de que está consciente de lo idiota de su razón de ser. Un odio solo comparable con el que se siente cuando se le reclama al mensajero por anunciar la caída del reino; pero que, sin embargo, no puede contenerse.


7

Marcial corre con el sudor y el polvo haciendo sal en sus arrugas; corre y no se da cuenta, hasta sentir el golpe, del carro de un turista, miembro de aquella raza extraña a la que se le ocurre utilizar coches en este pueblo a las tres y media.