viernes, 1 de octubre de 2010

Capítulo sin número número trece.

Letras.

El pantalón de su pijama es de color turquesa con estampado de gatitos negros que trepan por las piernas. Entra al estudio cepillándose el cabello mientras Santiago está escribiendo en su laptop. En una taza tiene coca-cola, el cenicero está repleto de colillas. Santiago nota a Ana, pero sigue escribiendo. Ella sólo observa. Cuando él termina de escribir la línea se detiene.
—Deberías de regalarme tu pijama.
Ana ríe —¿Por qué?
—¿Por qué no?
—Porque es mía.
—Me vería mucho mejor con ella.
—¿Con tus sexys piernas?
—Claro.
Ana sonríe y Santiago da un sorbo a su taza.
—¿Qué escribes?
—Nada, apenas un esbozo de un cuento.
—¿Nomás un esbozo?
—Sí. Estaba escribiendo algo tan cursi que no querrías leerlo jamás hasta que intenté hacer una pausa para hacer un cuento que se me ocurrió. Llevo como media hora trabado en un párrafo. Mi writer's block continúa, pero guardé la idea: saltimbanquis suicidas.
—No suena mal. ¿Llevas rato bloqueado?
—Una madre. Debería haber all bran para la creatividad.
—Vaya que ayudaría. Sería un negociazo.
—Nos podríamos aprovechar de los procrastinadores universitarios que no han acabado su tesis.
—Hey, mira, que yo todavía no acabo mi tesis.
— ¿En serio?
—Hace como seis años que mi tesis tiene asentamiento al cruce con semáforos en Calzada Desubicación desde Avenida del Limbo Académico hasta Rio de la Inspiración.
—Vaya, no tenía idea.
—No te apures, no es como que he echado de menos el título.
—No es particularmente importante. Yo lo obtuve y nunca lo he utilizado.
—Yo no lo obtuve y nunca lo he requerido. Lo único que me molesta es saber que nunca pude acabar la maldita tesis. Siento que ese bloqueo sigue en algún punto y es un peso que no me he sabido quitar de encima.
—A mí en cambio los bloqueos nunca me agobian, sólo me son inconvenientes.
—Lucky you.
— ¿Sonó muy prepotente?
—Algo, sí; pero no te apures.
—Áronou, a veces me pasa que no puedo cuajar alguna frase y me quedo estancado por mucho tiempo. Pero no me preocupa demasiado, lo dejo pasar y me quedo tan tranquilo. Después, quizá, lo retomo. Otros en cambio siguen en la lista de espera. Por ejemplo, la mayoría de mis cuentos los hice con tres meses de diferencia entre la primera frase y el primer punto.
—Me gustaban mucho tus cuentos viejos. Solía enseñárselos a mis novios para ver cómo reaccionaban. Era divertido, era como presentarles a mi amante.
Santiago suelta la carcajada mientras Ana sonríe.
—Te juro que nunca me había causado tanto gozo mi oficio— dice todavía entre risas— nunca había valido tanto la pena.
—Yo pensaba que te encantaba escribir nomás por escribir.
—Sí y no. Me encanta escribir, pero leer es lo máximo.
Ana sonríe
—Lo es— dice.
—Y lo curioso es que a veces se me olvida. A veces caigo en cuenta que se van acumulando los días en que no abro los libros que llevo en los bolsillos cuando salgo. O, en todo caso, me pongo a leer libros de cosas que en realidad no me mueven, o que no me importan, y que lo hago sólo porque siento la obligación de leerlos. Y así no.
—Qué horror
—De hecho, de un tiempo para acá me había olvidado de lo lindo que es meterse a leer con las orejas calientes en un café cualquiera. Es tiernísimo. Sobre todo en esta ciudad donde a una iglesia le sigue un prostíbulo, y un antro le sigue a una librería, cualquier excusa para volver a ser romántico basta.
—Es extraño, pero a pesar del estilo de tus cuentos siempre me has parecido un romántico.
—¿Y cómo es el estilo de mis cuentos?
—No sé, rítmico, visceral, crudo.
—Bueno, sí. De hecho, dada la cantidad de personajes que tiendo a asesinar en mis cuentos, no dejo de preguntarme por qué mis familiares y amigos no desconfían más de mí. Coño, que hasta me pregunto por qué dormir a unos metros de mí no te quita el sueño.
Ana ríe. Se sienta en el futón del estudio. Enciende un cigarrillo. –Supongo que es porque, a pesar de tu memorable saldo de muertos, tengo la sensación de que como narrador tienes una ternura muy rara.
—Narrar es una exageración, francamente.
—En fin, que no me das miedo.
Santiago se queda callado, pensando.
—Hace años que no hago un cuento de amor. De hecho, no creo nunca haber hecho uno. Supongo que la razón principal es que es terriblemente más entretenido fotografiar la muerte, que insinuar el amor.
—¿No querrás decir que es mucho más fácil?
—No sé si más fácil, pero sí mucho más barato. Pero sí, imagino que es más fácil despertar en el lector el miedo de la muerte a intentar expresar toda esa vorágine de mariposas (o acaso orugas) del que ama. Si saco la cuenta, en toda mi vida sólo he leído dos o tres textos de amor que realmente me hayan movido el piso. Es decir, puedo ponerme medio eufórico cuando después de toda una novela los personajes terminan juntos, pero eso es como un gozo en tercera persona, ¿sabes? No me causa empatía a mí como individuo, pero sí como lector.
—Sí, sí te entiendo.
—En cambio, ha habido veces (y te juro que no pasan de tres) en que realmente puedo decir “¡Yo he sentido esto!”. Pero, si sacas la cuenta, el que de entre todo lo que he leído sólo haya podido empatizar con un par de textos que giran en torno al amor, significa que la cosa está medio jodida.
—O maravillosa.
—Es como los poemarios. Yo amo los poemas, pero detesto los poemarios.
—¿Cómo es eso?
—Pues que para mí hay poemarios que sólo existen para justificar la publicación de un único buen poema.— Santiago duda— Y no sé cómo sentirme al respecto, ¿sabes? Es decir, a fin de cuentas ¿quién soy yo para saber o decir qué se debería o no publicar?
—Pues eres el que lee. Osea, que –creo yo— como lector tienes bastante derecho a exigir.
—¿Será?
—¿Pues sí, no? Es como en lo dramático: lo preocupante no es qué tan bajo pueda caer el teatro, sino qué tan bajo llegue el público. No entiendo por qué crees que la gente espera que dejes de ser subjetivo
—Pues… sí, tienes razón. Pero que conste, por esta vez pasa, pero no voy a permitir que tengas siempre la razón— Ana ríe, Santiago continúa. —¿Por qué no ser subjetivo? Hay cosas maravillosas perdidas en el lodo, pero tampoco se trata de llenar los estantes con noventa libros que tengas seis o siete cosas buenas en total.
Santiago enciende un cigarrillo.
—Siento que choca con lo que creía cuando era chico.
—¿Y eso era…?
—Que todo era digno de ser publicado. Que todo debía ser publicado, cualquier intento. Cuando trabajaba en la librería y veía los pasillos enormes dedicados a la superación personal y las contrastaba con las mini-secciones de literatura me sentía desolado. Veía esos tirajes endemoniados de tipos que publicaban lo mismo y sentía una suerte de compasión por el escritor pequeño, por la editorial pequeña.
—¿Y ya no?
—Pues… no. Ya no soy de la idea de que todo escritor independiente deba ser glorificado. Bueno, eso sí, sigo pensando lo mismo de los libros de superación— Ana ríe— y, no sé, supongo que es parte de crecer. Por ejemplo, a los trece años creía en el rock, a los quince en la poesía, a los dieciocho en la trova, a los veinte no creía en nada, a los veintidós en la novela, a los veintisiete creía en el jazz; y ahora creo en José Alfredo Jiménez. Lo mismo me sucede con el cine. Hoy día el saber que una película es independiente para mí no significa que tenga carta blanca, así como una superproducción no tiene por qué se esencialmente mala. Por ejemplo, no hay película de Pixar con la que no haya llorado, pero hubieron películas de arte que me tuvieron cinco horas haciéndome sentir estúpido. ¡Y es normal! En mi adolescencia me gustaba creer que mientras más exigua la película mejor era la calidad, pero la verdad es que hay bazofia en todos lados. O, bueno, no bazofia, pero sí cosas terriblemente aburridas. Te juro que hoy día, si me mandan a una isla desierta y me preguntan si qué prefiero llevarme, las obras completas de Bergman o las versiones extendidas del Señor de los Anillos, sin duda me voy con las de Tolkien.
Ana suelta la carcajada.
—¿El Señor de los Anillos? ¿En serio?
—Hey, mira que yo siempre querré más a mis versiones extendidas de lo que te quiero a ti.
Ana todavía ríe. —¿Y eso por qué?—
—No sé explicarlo, pero hay algo de esas películas que me mueve, que me hace sentir mucho mejor al final del día. Y es lo que te decía hace rato, es la diferencia entre leer lo que tiene que ser leído en contraposición a lo que realmente queremos leer. –Santiago suspira— Y, además, prefiero mil veces la fantasía. Vamos, que prácticamente tengo un doctorado en fantasía. La fantasía es mi mañana fresca, mi comida a mediodía, mi juego de la tarde, y la masturbación mental de mis noches. No recuerdo un solo día en que no haya diseñado un diálogo brillante e imaginario en el interior de mi cabeza. Para mí es mucho peor escribir desde la certeza, porque desde ahí todo va cuesta abajo. Alguna vez dijo Ende una lucidez que me tumbó de la silla: ¿Por qué la fantasía está infravalorada? Uno vive su cotidianeidad, ¿para qué matarse las tardes leyendo las de otros?
—Vaya.
—Y que conste que no es la cita textual, pero aún así la firmo. De alguna forma siento que es algo que se le olvida a la literatura. Y no sólo la fantasía, sino la informalidad. ¿A poco no preferirías mil veces que el poema quince de Neruda dijese “Me gustas cuando callas porque estás como zombie”?
Ana ríe como loca, y Santiago sonríe y sonríe sin saber cuándo seguir hablando.
—¿A poco no?
—La verdad es que sí, sería mil veces mejor.
—Te digo.
—Y sería mucho mejor tener un novio zombie, así sabes que te quiere por tu cerebro y no sólo por tu cuerpo.
Ahora es Santiago el que ríe mientras busca en los cajones la cajetilla de cigarros. Se enciende uno y lo deja en el cenicero.
—En fin, que es algo que me encantaría exigirle a la literatura, ¡que me sorprenda! Tengo ganas de sorprenderme, de que los párpados se abran tanto que se queden atorados, de levantar la ceja a la inglesa… ¡de levantarle la falda a las inglesas, qué sé yo! No necesariamente romper, pero sí disfrutar. Y que haya de todo, eso es lo que me encanta de hoy en día ¡qué hay de todo! Que hay para quien quiera leer sobre cazadragones, o brujos, o poetas varados en París, o pescadores cubanos, o dublineses, o montevideanos. Hay de todo, y no podemos negar que eso es una maravilla.
—Bueno, pero tú me acababas de decir que no estabas convencido de que se publique lo que sea.
—Y no lo estoy.
— ¿Entonces?
—Bueno, tendría que matizar, pero a lo que me refería es que estoy a favor y completamente enamorado de que se publique lo que sea mientras sea bueno. No me tiene que gustar precisamente a mí (y yo soy un mamón para que me gusten las cosas), pero creo que se podría llegar a un consenso, aunque sea mediano, en que se pueda admitir que un libro es publicable o no.
— ¿Pero eso no es subjetivo?
—Lo es y no. Es decir, hay pautas; y sólo basta un buen ojo para distinguirlas. A fin de cuentas el del escribir es uno de los oficios más viejos, creo que hay suficiente escuela como para decidir.
— ¿Y quién decidiría?
—Lo ideal sería el público. Tomemos, por ejemplo, lo que decías del teatro: con tanto cine y televisión la gente ha logrado hacerse un ojo para los actores, ¿no crees? Es decir, que el público ya sabe distinguir entre un actorazo y un cara-bonita que apenas y se aprende las líneas. El público es tremenda y divinamente crítico al respecto. ¿Que hay fallos? Va, lo acepto, y en la televisión pasa más que en ningún otro lado; pero el público que va al teatro no se anda con jaladas, y el actor que se pone enfrente sabe que una sola línea mal dicha puede echar a pico toda la obra. Bueno, en este caso sería ideal que el lector exija, que el lector se cultive y exija.
—Eso me suena utopía, corazón.
—Cómo voy a creer/ que la utopía ya no existe/ (no me acuerdo qué cómo iba)/ si vos, mengana […]/ si vos sos mi utopía.
—Ya te olvidaste de tu Benedetti preparatoriano.
—Todavía lo leo, pero tengo mala memoria.
—A mí me gustaba cuando era chica, pero ya me da diabetes. Me acordé de ti el día en que se murió, pensé en llamarte, pero me olvidé.
Santiago voltea al techo,
—Si no te molesta, cambiemos de tema, no me gusta hablar de eso.
— ¿De Benedetti?
—Sí.
—Bueno, yo nomás te decía que me acordé de ti cuando pasó.
—En serio no quiero hablar de eso, ¿vale?
—Bueno.
Los dos se quedan callados. Santiago quita del hueco del cenicero el cigarro que se acabó por consumir solo, y se enciende otro. Ana se levanta y sin decir nada entra al baño. Mientras ella orina sentada en el excusado rodeado de baldosas azules, Santiago quita el salvapantallas pulsando una vez la barra espaciadora. El ve el procesador de texto en blanco. Ella el pomo de latón de la puerta.
Suspiran.
Santiago escribe algo, Ana sale del baño, él pone un punto, ella duda antes de entrar al estudio.
—Lee— le dice Santiago, y Ana se acerca a la pantalla. Sonríe.
TE QUIERO UN POEMA.
—Te escribo porque no me entiendo— ella no dice nada, Santiago la observa— Me gusta el sonido del teclado. Me gusta hundir las teclas con mis dedos –sigue callada— Y escribí con mayúsculas como una deferencia.
Ana calla. Ya no sonríe.
—¿Ese silencio es salud?
No hay respuesta.
—¿Ana?
Por fin ella sonríe.
—A veces siento que el mundo empieza y acaba cuando tu boca me nombra.
También Santiago sonríe.
—Es muy linda tu frase.
—Lo mismo la tuya.
—Lo sé, pienso subirla al blog.
—No sabía que todavía tienes uno.
— Un blog es para los que no podemos sufrir en silencio, como los decentes hacen; y yo llevo una relación muy tormentosa con mi tendencia al exhibicionismo.
—No suena mal.
—No es tan fenomenal, de hecho. Sólo subo frases, textos pequeños. En realidad nunca supe hacer una bitácora.
—¿Y eso?
—Siento que a mi vida le falta ser un gramito más interesante como para publicarla.
—Muchas veces la vida del escritor es mucho más interesante que lo que escribe.
—Por desgracia mi vida no es muy interesante, pero aún así disfruto con el blog.
—¿Por qué será?
—Es una sensación de gozo muy extraña. Al momento de escribirlas puedo ver todo el panorama: alrededor de las palabras, la pantalla. Alrededor de la pantalla, el afuera. Afuera, por cierto, llueve. Alrededor de la lluvia, éstas.
—Según lo veo la nostalgia te sabe mejor ya digitalizada.
—Mucho, sí. Para mí escribir es una forma de desnudarse escogiendo exactamente que botones desabrocharse y qué tanta piel mostrar. Cuando uno escribe hay menos subterfugios y lo que se dice pasó ya por la censura de los dedos y de la mirada.
—¿Y la publicación?
—Mira, si algún día termino de animarme, seguramente escribiré un libro bien complejo ("para el deleite de los eruditos" lo llamará la crítica) y lo intitularé: "Chaquetas literarias"… nomás para quitarme la espinita. ¿Qué tal?
—Yo quiero escribir dos libros complejos, de hecho. Uno como el tuyo. Y otro que simplemente no tenga ni madres de sentido.
—¿Algo así como Finnegan's Wake?
—Sí, algo por ahí. Algo para que todos los críticos se quiebren el coco pensando qué significa. Y nunca decirles. Y, al morir, dejar un ensayito que diga que simplemente escribí sandeces para joderlos de a gratis.
—Me late, me late
—Y ya después lo voy a depositar en las oficinas de la RAE con instrucciones de que no se abra hasta el 2170; para que así la tribu de especialistas en tu libro (psicólogos, literatos y la onda) lo abra y vea cómo su vida deja de tener sentido.
—Ambiciosa, caray.
—Estará repleto de neologismos sin sentido, adjetivaciones arcaicas, galicismos, esquizofrenologías y demás.
—También algún día voy a hacer un libro para niños... Oh, y un libro surrealista, como el de los cronopios de Cortázar.
—Yo quiero hacer un libro dadá.
—Mejor aún... "cubismo literario"
—Retrosimbolismo. No tengo idea de cómo puede ser, pero tal vez luego lo sepa.
—Literatura anhídrica
—Teatro tabaquista.
—¡Poesía molar!
—Fíjate que me gustan las muelas. Son tiernas.
—Sabes, hay mujeres que me gustan mujeres por sus muelas (en serio, no te rías). Bueno, no, no tanto; pero me gustan como atractivo físico.
—¿Qué no sabes eso de "a caballo dado no se le ve el colmillo"?
—Pero no son caballos, corazón. Por eso me gusta que me monten a mí; me gusta ser caballo de rodeo.
—Bien Jaime López.
—¿Cuál rola?
—La de “Me siento bien pero me siento mal“
—Aaah sí… “no me acuerdo qué y se me encaramó.”
—Sí, exacto
—Llegué a la cama
—Así m ero.
—Así mesmamente
—Oye…
—Mande.
—Ensayos kilobyteanos.
—Poesía lúbrica.
—Teatro vaginoplástico
—Haikú onomatopéyico.
—Seguro que eso ya existe.
—Japoneses cabrones.
—Seguramente fue un gringo.
—Prosa etecé.

1 comentario:

stella marine dijo...

ya dejé de creerte eso de que sólo escribes ficción :)