jueves, 22 de enero de 2009

Los Estados Generales

Jean de la Vermelle llegó media hora tarde a la asamblea. Como representante de los notarios que era, se sobreentendía que su lugar pertenecía en un punto intermedio de la segunda fila, pero su asiento ya había sido ocupado por el representante de los sastres, Paul Vignale, quien, obviamente, había aprovechado su tardanza. La cámara, demasiado obscura a pesar de sus enormes ventanales, quedó en silencio mientras los miembros de la asamblea observaban como De la Vermelle buscaba, ansiosamente, un asiento vacío. Mientras tanto, Abélard Chifflet, el representante de los médicos, se decidió a continuar el discurso que había interrumpido durante la abrupta entrada del notario. Éste último, que ya había divisado un espacio vacío, se acomodó bien la peluca que tanto le había costado conseguir después de que, a último momento, descubrió que había perdido su favorita en algún momento del viaje. Por suerte, un amable pero lento vendedor se pelucas pudo conseguirle una para el inicio de las asambleas; por eso Jean De la Vermelle había llegado tarde a la cita y perdido su sito.
El joven notario tuvo que tolerar las miradas de reproche que le echaron los herreros, cerrajeros, panaderos, y demás representantes de los oficios menores mientras, para darle paso, apretaban las pantorrillas contra las sillas. Enventualmente, Jean de la Vermelle llegó por fin al extremo izquierdo de la última fila, donde el único asiento disponible quedaba entre Luc Raunald, el apestoso e indeseable representante de los curtidores, y Gaston Beamut, el todavía más despreciable líder de los verdugos.


Con la nariz fruncida, la mirada fija en el orador, y las palmas de las manos fijas en sus muslos, De la Vermelle se sentó entre los repoussantes, los más asquerosos de los burgueses. Jean de la Vermelle sabía que sería el leproso de la noche, que el doctor Chifflet, Jacques Dómine, el arquitecto y Guy de Pardaillan, el abogado, no se dignarían a hablar con quien había pasado la mañana entera entre quienes practicaban los oficios más desagradables. Para acabarla de acabar, Gaston Beamut decidió escupir una flema que fue a parar en la, recién lustrada, bota negra del funcionario. Si éste no dio un suspiro de desesperación, fue únicamente para ahorrarse el increíble tufo que desprendían los dos hombronazos que tenía a lado. De hecho, Jean de la Vermelle se las tenía que ingeniar para dosificar sus respiros al mínimo sin saber que, dentro de unos segundos, entraría por la misma puerta que él había abierto media hora tarde, la persona que lo rescataría y lo permitiría volver a respirar a bocanadas.

Sin hacer el mayor ruido, unas manos con guantes blancos abrieron la puerta de la sala, y esas mismas manos se aferraron a una cuerda invisible mientras su dueño tiraba y avanzaba con visible esfuerzo. Había llegado Claude Candau, el representante del oficio más odiado del país galo. Con gran enojo resonaron los gritos del doctor y del obrero, del albañil y el carnicero, del abogado, del dentista, del barbero, del ebanista, del mercader y el cerrajero. Y se armaron el barullo y la de Dios es Cristo, y volaron papeles, fil de putain's y maldiciones. Y antes de que alguien pudiera decir "esta boca es mía", los asambleístas salieron corriendo de la sala, dejando a Claude Candau buscando la forma de salir de una caja invisible.


Y ya, lejos de Candau, del curtidor y del verdugo, Jean de la Vermelle tomaba un vaso de vino mientras exclamaba, junto con Dómine y Pardaillan, "Putos mimos".

1 comentario:

Ally Evanik dijo...

Hola nano xD
bueno la verdad es que me encanta como escribes, es algo fascinante ^^

me encantó este cuento n.n

cuidate un beso
bae bae