viernes, 27 de marzo de 2009

Releer

Leo más cuando estoy solo, cuando me encuentro y me entiendo solo. Cuando, en vez de obligarme a separarme del monitor, la tele o la pantallita del celular, tengo que convencerme de la imperiosa necesidad de levantarme de la cama y despegarme la tinta de los ojos.

Y uno lee y relee. Y cuando lee mucho, suele olvidarse de los títulos pero no de los personajes. Éstos perduran más que la trama novelesca o el ritmo de los poemas. En ocasiones, el nombre del personaje no queda siempre en la memoria, pero en cambio su soplo vital si penetra en el alma del lector.

Hay personajes literarios a los que hay que propinarles un abrazo que se llena de adjetivos y también hay atractivas bocas femeninas de las que uno recibe besos de papel.

Los personajes vibran, avanzan, se detienen, vuelan, se sumergen, se dejan elegir, y uno los acomoda en el archivo de las remembranzas. Algunos son como espejos, y otros son como aliados o acusadores.

Hay personajes jubilosos y otros con un pozo de tristezas. Los hay tan melancólicos que nos contagian su melancolía; tan prometedores que los aplaudimos en los sueños. Tan santos que los miramos con escepticismo, y tan demoníacos que nos espantan el corazón.

Hay personajes ciegos que nos miran con las manos y otros delirantes que nos envenenan la costumbre. Hay personajes transparentes y otros irremediablemente [amo la palabra “irremediable”] opacos. Hay los que cavilan en verso y los que se lavan la lluvia. Los que mendigan y los que derrochan.

Hay personajes viudos que lloran sin lágrimas y cuando terminan con su liturgia impresa, se evaden del papel y lo celebran con su conyugue de carne y hueso, beaujolais mediante.

Finalmente hay personajes que casi casi somos nosotros. Y los queremos, a pesar de todo.

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