Caminé mi ruta de seis cuadras del trabajo hasta mi coche. Los locales cerraban. En la librería entre Miramar y Puentes, Don Alex me esboza un saludo mientras le echa bronca a un muchacho (nuevo, al parecer) sólo por poner en distinto orden los mismos libros que se lucían hace cuatro meses. Contemplaba aquella ciudad tan mía, que conocía desde hace más de cuarenta años. Aquel café con el que después de salir del trabajo, hace ya veintisiete años, cerraba mis faenas; estaba ahora solo, abandonado; lleno de vidrios rotos, algo de pintura post-moderna, polvo, suciedad, soledad.
Me sentí viejo de repente. Náufrago tal vez. Comencé a notar el paso rápido de todos aquellos que, como yo, cerraban sus actividades (además de sus locales) a las ocho en punto. Yo antes no tenía ese paso rápido. Yo no cerraba la puerta a las siete cincuenta y cinco para esperar, sin ser molestado, a que la agujita llegase a las ocho y cerrar al filo para no sentirme culpable. Yo no andaba con miedo por la calle. Yo no caminaba en grupos para sentirme más protegido. Me sentí sencillamente arcaico. Solo. Vacío. Resignado a vivir en otra época.
De pronto me comencé a asfixiar, no sé bien si de recuerdos o de realidad. Las luces tan luminosas me comenzaron a cegar, los anuncios a ofender, mis pies se confundían con las baldosas, mi respiración se aceleraba, las voces me jalaban; comencé a marearme y corrí como loco hasta la calle donde mi paciente carro me aguardaba. No sé en que punto de mi carrera di un ligero tropezón que me obligó a sostenerme de un poste. Mis gafas cayeron al piso. Soy miope, pero no tanto como para no notar que estaban integras. Las levanté mientras recuperaba un poco mi pulso, mi sangre fría. Entre resoplidos las limpié con la manga del suéter. El armazón volvió a estar en mi nariz y los cristalitos a tres centímetros de mis pupilas. La claridad inundó la calle. Pero había algo raro. Mientras que en las otras calles las luces me flagelaban, esta calle estaba casi totalmente a oscuras. La luz de algún departamento y el residuo de las luces de las demás calles rescataban un poco la luminosidad.
Me sorprendió la oscuridad, pero seguí trazando mis pasos hacia el auto. Lanzaba hacia atrás miradas de reojo. Por primera vez en cincuenta y tres años, tuve miedo en mi ciudad. Miedo de mi ciudad. Con la prisa a cuestas, y mi obsesiva vigilancia por detrás me impidió darme cuenta de algo. Un cartel. Un vil cartel en el ventanal de una antigua mercería. La atemporalidad me sigue. En esta mercería, hace 20 años, yo conocí a Andrea. Ahora si, me sentí completamente impotente. Golpeé con fuerza el marco de la ventana una y otra vez. Las lágrimas brotaban solas, Entre golpe y golpe me tallaba los ojos con el índice. Quedé rendido de repente. Busqué a tientas mi pañuelo para limpiarme. Contemplé el cartel. Tenía varias preguntas. Mientras me limpiaba las narices leí la primera pregunta: ¿Se está usted sonando?. Me detuve en ese instante. La siguiente pregunta cantaba: ¿Se está preguntando como lo supe?. Di unos pasos hacia atrás. Me recargué en un bote de basura que estaba frente a la mercería. Me fui deslizando con mi espalda hasta quedar sentado en el suelo. Me quité los lentes. Tallaba insistentemente mis ojos con las palmas. Volteaba a ver el cartel y negaba con fuerza que existiese. Me quedé así un par de minutos. Me volví a poner los lentes y leí la tercer pregunta: ¿Su ojo izquierdo está ahora en su palma derecha?. Parpadeé en ese instante y súbitamente no pude abrir el ojo izquierdo. Y fue cierto, mi ojo derecho vislumbró al izquierdo descansar en mi palma derecha. Me horroricé, cerré mi ojo con fuerza y al abrirlos ambos estaba en su lugar. Hasta el momento no puedo explicar cierta morbosa curiosidad por ver que más decía. ¿Su pierna izquierda ya no está ahí? Así es, ya no estaba en su lugar. ¿Todos sus lunares están ahora en su ombligo? Efectivamente; y no solo eso, llenaron mi ombligo de tal forma que se desbordaba de lunares. Me van a perdonar, pero les aseguro que me estaba divirtiendo como loco. Los colores se mezclaban, -¿La luna le acaba de voltear la cara muy ofendida?- Y sí, se negaba a voltear a verme. No sé por qué pero empecé a delirar. Llevaba mas de veinte preguntas y no iba todavía por la mitad -¿Tiene pelos en la lengua?-. Las preguntas eran cada vez más raras. Me sentí hipnotizado, mis ojos no dejaban de navegar sobre la cartulina. -¿Está llorando lágrimas de un merlot francés del 68?, ¿Ahora son de un cabernet sauvignon chileno del 71?- Me revolcaba ebrio de risa ante cada cuestionante. Los efectos desquiciados de las preguntas se convertían en ofuscaciones de realidad; y así de pronto, el mundo era vertical y yo me daba en la cara contra el vidrio, mi sombra reía conmigo, fui sordo de repente, eyaculaba aceite, mis ojos los limpiaba mi lengua, mi corazón se salía por mi nariz y volvía a tragármelo.
De súbito llegué a la pregunta final: ¿Está muerto?
[Nota del que escribe: Este fue el primero de los cuentos que escribí. Tendría como quince años, y me acuerdo que se lo hice a mi jefe, don Alex, de la librería "El Día". En fin, es viejo, pero es nuevo]
1 comentario:
Nomás que pase esta semana que voy a estar muy ajetreado. O date una vuelta por la UABC uno de estos días. :)
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