E intentar abrir la puerta, van dos, van tres, van cuatro veces en que la llave no entra, en que el barniz se raya porque la mano tiembla mucho, demasiado, y entrar, por fin, de golpe, dando un suspiro rápido, brusco, innecesario, mientras el abrigo cae de los hombros a la alfombra, y las rodillas que van directo al piso, y que las manos en la cara, y que las lágrimas en la cara, y que las uñas en la cara, y el puto pie que no deja de temblar, y la pataleta tremenda, y los gritos ahogados, y el arrastrarse al sillón, y el encajar la cara en un cojín viejo, sucio, mancharlo de lágrimas, y de sangre, y de flemas, y volver a estar de rodillas, las rodillas ardiendo, raspadas, que gatean hasta que las manos dan con la tierna porcelana del excusado donde se vomitan rojos, y negros, y púrpuras, mientras las manos se vuelven garras y se aferran más y más a la taza, al tanque, al revistero.
Y levantarse al fin con las piernas temblando, y asomarse al espejo sin lograr encontrarse en el reflejo, y de repente estar consciente de por fin haber llegado, y sin esperarlo, claro, al final de uno mismo.
1 comentario:
Me perturba, lo cual quiere decir que es bueno.
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