Tú en las sombras. Tú con tu traje a rayas, tu corbata roja. Tú y tu estuche. Tú de cuclillas junto a un carro. Tú en las sombras. Tus fierritos descifrando la cerradura. Tú abriendo la puerta en silencio, cruzando los cables, encendiendo el motor. Tú y los faros apagados, tú sin salir de primera, tú y las tres cuadras obligadas. Tú y después las luces. Tú y después segunda, tercera, cuarta. Tú y tu mano hurgando en el bolsillo del saco. Tú y tus dedos dejando una tarjeta en el retrovisor. Tú, y el carro, y el barranco. Tú saliendo del carro diez metros antes del borde. Tú y las luces que caen, y el sonido del hierro, y sacudirte el polvo, y dar unos pasos, y llegar a tu carro, y sacar la llave, y encender el motor, y marcharte a casa.
Tú despertando antes que tu mujer, bañándote en silencio. Tú poniéndote el traje, la corbata amarilla, desayunando en la cocina, tomando jugo de naranja, leyendo el periódico, ignorando a los niños.
Tú y la noticia en la radio del decimonoveno auto “ejecutado” en un mes. Tú y la sala de juntas. Tú y papeles, y números, y gritos, y victorias pírricas. Tú en tu computadora, tú en el baño, tú comiendo con un cliente, tú y tus números y tu teléfono.
Tú aprovechando que eres jefe y que sales temprano. Tú quizá robando el auto de tus empleados. Tú quizá robando coches de desconocidos. Tú a veces saltando a último momento. Tú a veces saliendo con más calma. Estrellándolos. Estrellándolos. Tú y tu carro esperando a un lado. Tú y el beso a tu mujer siempre que llegas a casa. Tú viviendo así. Tú algunas noches no, otras noches sí. Tú y tu mujer que no sospecha, tus hijos que no sospechan, tus empleados, tus clientes, tus socios que no sospechan. A veces sí, a veces no. Tú y tu poder. Tú viviendo así.
Tú viviendo así durante meses, con tu estuchito, tus herramientas en la guantera. Tú viviendo así, dejando tarjetas con nombres falsos en los retrovisores. Tú viviendo así, con tus trajes perfectos y tu carro esperando entre el olor a caucho quemado. Tú viviendo así. Tú viviendo así. Tú viviendo así hasta el día en que sales del trabajo y no encuentras tu carro.
Tú corriendo por la calle, tú tomando un taxi, tú dando instrucciones, tú llegando al barranco. Tú en el borde, tu carro en el fondo. Tú bajando, tu carro en el fondo. Tú a diez metros, tu carro en el fondo. Tú a ocho metros, tu carro en el fondo. Tú a tres metros, tu carro en el fondo. Tú en el fondo.
En el retrovisor tu tarjeta.
M e c a n o g r a f o m a n í a s
viernes, 19 de noviembre de 2010
jueves, 14 de octubre de 2010
Árboles.
Las funciones de la copa de un árbol son diversas y variopintas. Por ejemplo, hay quienes las utilizan para escapar de casa por las madrugadas, o para tejer nidos como los pájaros. Hay quien se cuelga de piernas desde sus ramas, y quien se sube sólo para tener una excusa para llamar a los bomberos y sentirse menos solos. Hay quien asalta una tienda y se esconde entre el follaje, y está también quien hace un nudo a una rama, se ata otro nudo al cuello, y da un brinco para formar la fruta más triste que ha colgado de un árbol.
Los troncos, ni se diga, también cumplen funciones importantes: Hay quienes se encadenan a ellos, y hay quien los abraza; hay aquellos que graban sus iniciales en sus cortezas, y quienes chocan con ellos cuando están distraídos; hay quienes les encajan un hacha, y quienes se rascan la espalda con sus nudos. Yo me cuento entre estos últimos.
Las funciones de las raíces, por otro lado, gozan de mala fama: se puede resumir todo en que provocan tropezones y forman asientos harto incómodos. Sin embargo, no hay mejor ni más viva sombra que la que nos rodea cuando estiramos los brazos entre las raíces de los árboles. Cuando se puede.
En fin, que los árboles son hombres barbudos o mujeres con peluca que sirven para demasiadas cosas. Sin duda alguna, la mejor de ellas es que los árboles son el mejor sitio para matar las tardes cuando estoy (o no) contigo.
Los troncos, ni se diga, también cumplen funciones importantes: Hay quienes se encadenan a ellos, y hay quien los abraza; hay aquellos que graban sus iniciales en sus cortezas, y quienes chocan con ellos cuando están distraídos; hay quienes les encajan un hacha, y quienes se rascan la espalda con sus nudos. Yo me cuento entre estos últimos.
Las funciones de las raíces, por otro lado, gozan de mala fama: se puede resumir todo en que provocan tropezones y forman asientos harto incómodos. Sin embargo, no hay mejor ni más viva sombra que la que nos rodea cuando estiramos los brazos entre las raíces de los árboles. Cuando se puede.
En fin, que los árboles son hombres barbudos o mujeres con peluca que sirven para demasiadas cosas. Sin duda alguna, la mejor de ellas es que los árboles son el mejor sitio para matar las tardes cuando estoy (o no) contigo.
Prolegómenos.
Mi nombre es Santiago Izquierdo, y soy el personaje de una historia.
Es importante entender que aunque la historia pueda o no ser intrascendente, yo soy sólo el personaje, y nada más. Bien podría ser un hombre enamorado. No un hombre especial, no. De lo que estoy hablando es de un hombre común. Un peatón. O bueno, sí, también podría ser un hombre especial, uno de esos hombres con suerte, con un destino marcado, con una sombra dorada.
En fin, pongamos que este hombre, especial o no, se enamora. Pongamos que me enamoro. Y ese amor podría ser común o espectacular, todo depende de la historia. La depositaria de mi amor podría también ser tan especial, o tan pedestre como cualquiera. Podría corresponderme o no, como a veces pasa. Podría ser mi vecina, o vivir en el centro, o en París, o Bogotá, o Beijing, o Coyoacán. Podría vivir en un barrio pobre, o en una residencial privada. Podría tener un padre muerto, o un mal empleo, o un apartamento con vista al mar, o zapatos de tacón, o un vibrador en el cajón. En fin, aunque sea difícil de entender, podría ser tan personaje como lo soy yo. Y entre estos dos seres que somos, cotidianos o no, podría haber una historia, cotidiana o no, que podría dar resultados espectaculares. O no.
Por suerte hay a quienes les gusta hurgar en esas historias, comunes o no, y todavía más: les gusta imaginarlas o vivirlas. Y pueden ser tan corrientes o tan fabulosos como el siguiente. Lo realmente sorprendente (o por lo menos me lo parece a mí, que soy muy bobo y no sé cómo es la vida) es que no haya gente sin historias. Y cuando me entero que hay gente con familias propias, y cuadernos propios, y psicosis, y hábitos, y cajones repletos propios, no sé, me da como un escozor porque de lo único de lo que he estado pendiente en mi vida es de mis propias psicosis y hábitos y cajones repletos. Y más curiosidad me da saber que hay más historias y más mundos y distintas impresiones de un mismo cielo. Y me sorprende que haya amores que no son el mío, y que haya sueños que no comparto, y que haya risas, o gritos o llantos u orgasmos que no escucho. Y que no escucharé jamás, por cierto. Y todo esto a ustedes le parecerá muy obvio y bobo, pero, no sé, como que a mí no me entregaron un manual de la vida diaria, ni de la realidad ajena, ni nada por el estilo. Seguramente lo dieron un día que me hice el enfermo y falté a la primaria y por eso me sorprendí cuando todos se empezaron a saludar de beso.
Mi nombre es Santiago Izquierdo, y bien podría ser el personaje de una historia. O no.
Es importante entender que aunque la historia pueda o no ser intrascendente, yo soy sólo el personaje, y nada más. Bien podría ser un hombre enamorado. No un hombre especial, no. De lo que estoy hablando es de un hombre común. Un peatón. O bueno, sí, también podría ser un hombre especial, uno de esos hombres con suerte, con un destino marcado, con una sombra dorada.
En fin, pongamos que este hombre, especial o no, se enamora. Pongamos que me enamoro. Y ese amor podría ser común o espectacular, todo depende de la historia. La depositaria de mi amor podría también ser tan especial, o tan pedestre como cualquiera. Podría corresponderme o no, como a veces pasa. Podría ser mi vecina, o vivir en el centro, o en París, o Bogotá, o Beijing, o Coyoacán. Podría vivir en un barrio pobre, o en una residencial privada. Podría tener un padre muerto, o un mal empleo, o un apartamento con vista al mar, o zapatos de tacón, o un vibrador en el cajón. En fin, aunque sea difícil de entender, podría ser tan personaje como lo soy yo. Y entre estos dos seres que somos, cotidianos o no, podría haber una historia, cotidiana o no, que podría dar resultados espectaculares. O no.
Por suerte hay a quienes les gusta hurgar en esas historias, comunes o no, y todavía más: les gusta imaginarlas o vivirlas. Y pueden ser tan corrientes o tan fabulosos como el siguiente. Lo realmente sorprendente (o por lo menos me lo parece a mí, que soy muy bobo y no sé cómo es la vida) es que no haya gente sin historias. Y cuando me entero que hay gente con familias propias, y cuadernos propios, y psicosis, y hábitos, y cajones repletos propios, no sé, me da como un escozor porque de lo único de lo que he estado pendiente en mi vida es de mis propias psicosis y hábitos y cajones repletos. Y más curiosidad me da saber que hay más historias y más mundos y distintas impresiones de un mismo cielo. Y me sorprende que haya amores que no son el mío, y que haya sueños que no comparto, y que haya risas, o gritos o llantos u orgasmos que no escucho. Y que no escucharé jamás, por cierto. Y todo esto a ustedes le parecerá muy obvio y bobo, pero, no sé, como que a mí no me entregaron un manual de la vida diaria, ni de la realidad ajena, ni nada por el estilo. Seguramente lo dieron un día que me hice el enfermo y falté a la primaria y por eso me sorprendí cuando todos se empezaron a saludar de beso.
Mi nombre es Santiago Izquierdo, y bien podría ser el personaje de una historia. O no.
viernes, 1 de octubre de 2010
Capítulo sin número número trece.
Letras.
El pantalón de su pijama es de color turquesa con estampado de gatitos negros que trepan por las piernas. Entra al estudio cepillándose el cabello mientras Santiago está escribiendo en su laptop. En una taza tiene coca-cola, el cenicero está repleto de colillas. Santiago nota a Ana, pero sigue escribiendo. Ella sólo observa. Cuando él termina de escribir la línea se detiene.
—Deberías de regalarme tu pijama.
Ana ríe —¿Por qué?
—¿Por qué no?
—Porque es mía.
—Me vería mucho mejor con ella.
—¿Con tus sexys piernas?
—Claro.
Ana sonríe y Santiago da un sorbo a su taza.
—¿Qué escribes?
—Nada, apenas un esbozo de un cuento.
—¿Nomás un esbozo?
—Sí. Estaba escribiendo algo tan cursi que no querrías leerlo jamás hasta que intenté hacer una pausa para hacer un cuento que se me ocurrió. Llevo como media hora trabado en un párrafo. Mi writer's block continúa, pero guardé la idea: saltimbanquis suicidas.
—No suena mal. ¿Llevas rato bloqueado?
—Una madre. Debería haber all bran para la creatividad.
—Vaya que ayudaría. Sería un negociazo.
—Nos podríamos aprovechar de los procrastinadores universitarios que no han acabado su tesis.
—Hey, mira, que yo todavía no acabo mi tesis.
— ¿En serio?
—Hace como seis años que mi tesis tiene asentamiento al cruce con semáforos en Calzada Desubicación desde Avenida del Limbo Académico hasta Rio de la Inspiración.
—Vaya, no tenía idea.
—No te apures, no es como que he echado de menos el título.
—No es particularmente importante. Yo lo obtuve y nunca lo he utilizado.
—Yo no lo obtuve y nunca lo he requerido. Lo único que me molesta es saber que nunca pude acabar la maldita tesis. Siento que ese bloqueo sigue en algún punto y es un peso que no me he sabido quitar de encima.
—A mí en cambio los bloqueos nunca me agobian, sólo me son inconvenientes.
—Lucky you.
— ¿Sonó muy prepotente?
—Algo, sí; pero no te apures.
—Áronou, a veces me pasa que no puedo cuajar alguna frase y me quedo estancado por mucho tiempo. Pero no me preocupa demasiado, lo dejo pasar y me quedo tan tranquilo. Después, quizá, lo retomo. Otros en cambio siguen en la lista de espera. Por ejemplo, la mayoría de mis cuentos los hice con tres meses de diferencia entre la primera frase y el primer punto.
—Me gustaban mucho tus cuentos viejos. Solía enseñárselos a mis novios para ver cómo reaccionaban. Era divertido, era como presentarles a mi amante.
Santiago suelta la carcajada mientras Ana sonríe.
—Te juro que nunca me había causado tanto gozo mi oficio— dice todavía entre risas— nunca había valido tanto la pena.
—Yo pensaba que te encantaba escribir nomás por escribir.
—Sí y no. Me encanta escribir, pero leer es lo máximo.
Ana sonríe
—Lo es— dice.
—Y lo curioso es que a veces se me olvida. A veces caigo en cuenta que se van acumulando los días en que no abro los libros que llevo en los bolsillos cuando salgo. O, en todo caso, me pongo a leer libros de cosas que en realidad no me mueven, o que no me importan, y que lo hago sólo porque siento la obligación de leerlos. Y así no.
—Qué horror
—De hecho, de un tiempo para acá me había olvidado de lo lindo que es meterse a leer con las orejas calientes en un café cualquiera. Es tiernísimo. Sobre todo en esta ciudad donde a una iglesia le sigue un prostíbulo, y un antro le sigue a una librería, cualquier excusa para volver a ser romántico basta.
—Es extraño, pero a pesar del estilo de tus cuentos siempre me has parecido un romántico.
—¿Y cómo es el estilo de mis cuentos?
—No sé, rítmico, visceral, crudo.
—Bueno, sí. De hecho, dada la cantidad de personajes que tiendo a asesinar en mis cuentos, no dejo de preguntarme por qué mis familiares y amigos no desconfían más de mí. Coño, que hasta me pregunto por qué dormir a unos metros de mí no te quita el sueño.
Ana ríe. Se sienta en el futón del estudio. Enciende un cigarrillo. –Supongo que es porque, a pesar de tu memorable saldo de muertos, tengo la sensación de que como narrador tienes una ternura muy rara.
—Narrar es una exageración, francamente.
—En fin, que no me das miedo.
Santiago se queda callado, pensando.
—Hace años que no hago un cuento de amor. De hecho, no creo nunca haber hecho uno. Supongo que la razón principal es que es terriblemente más entretenido fotografiar la muerte, que insinuar el amor.
—¿No querrás decir que es mucho más fácil?
—No sé si más fácil, pero sí mucho más barato. Pero sí, imagino que es más fácil despertar en el lector el miedo de la muerte a intentar expresar toda esa vorágine de mariposas (o acaso orugas) del que ama. Si saco la cuenta, en toda mi vida sólo he leído dos o tres textos de amor que realmente me hayan movido el piso. Es decir, puedo ponerme medio eufórico cuando después de toda una novela los personajes terminan juntos, pero eso es como un gozo en tercera persona, ¿sabes? No me causa empatía a mí como individuo, pero sí como lector.
—Sí, sí te entiendo.
—En cambio, ha habido veces (y te juro que no pasan de tres) en que realmente puedo decir “¡Yo he sentido esto!”. Pero, si sacas la cuenta, el que de entre todo lo que he leído sólo haya podido empatizar con un par de textos que giran en torno al amor, significa que la cosa está medio jodida.
—O maravillosa.
—Es como los poemarios. Yo amo los poemas, pero detesto los poemarios.
—¿Cómo es eso?
—Pues que para mí hay poemarios que sólo existen para justificar la publicación de un único buen poema.— Santiago duda— Y no sé cómo sentirme al respecto, ¿sabes? Es decir, a fin de cuentas ¿quién soy yo para saber o decir qué se debería o no publicar?
—Pues eres el que lee. Osea, que –creo yo— como lector tienes bastante derecho a exigir.
—¿Será?
—¿Pues sí, no? Es como en lo dramático: lo preocupante no es qué tan bajo pueda caer el teatro, sino qué tan bajo llegue el público. No entiendo por qué crees que la gente espera que dejes de ser subjetivo
—Pues… sí, tienes razón. Pero que conste, por esta vez pasa, pero no voy a permitir que tengas siempre la razón— Ana ríe, Santiago continúa. —¿Por qué no ser subjetivo? Hay cosas maravillosas perdidas en el lodo, pero tampoco se trata de llenar los estantes con noventa libros que tengas seis o siete cosas buenas en total.
Santiago enciende un cigarrillo.
—Siento que choca con lo que creía cuando era chico.
—¿Y eso era…?
—Que todo era digno de ser publicado. Que todo debía ser publicado, cualquier intento. Cuando trabajaba en la librería y veía los pasillos enormes dedicados a la superación personal y las contrastaba con las mini-secciones de literatura me sentía desolado. Veía esos tirajes endemoniados de tipos que publicaban lo mismo y sentía una suerte de compasión por el escritor pequeño, por la editorial pequeña.
—¿Y ya no?
—Pues… no. Ya no soy de la idea de que todo escritor independiente deba ser glorificado. Bueno, eso sí, sigo pensando lo mismo de los libros de superación— Ana ríe— y, no sé, supongo que es parte de crecer. Por ejemplo, a los trece años creía en el rock, a los quince en la poesía, a los dieciocho en la trova, a los veinte no creía en nada, a los veintidós en la novela, a los veintisiete creía en el jazz; y ahora creo en José Alfredo Jiménez. Lo mismo me sucede con el cine. Hoy día el saber que una película es independiente para mí no significa que tenga carta blanca, así como una superproducción no tiene por qué se esencialmente mala. Por ejemplo, no hay película de Pixar con la que no haya llorado, pero hubieron películas de arte que me tuvieron cinco horas haciéndome sentir estúpido. ¡Y es normal! En mi adolescencia me gustaba creer que mientras más exigua la película mejor era la calidad, pero la verdad es que hay bazofia en todos lados. O, bueno, no bazofia, pero sí cosas terriblemente aburridas. Te juro que hoy día, si me mandan a una isla desierta y me preguntan si qué prefiero llevarme, las obras completas de Bergman o las versiones extendidas del Señor de los Anillos, sin duda me voy con las de Tolkien.
Ana suelta la carcajada.
—¿El Señor de los Anillos? ¿En serio?
—Hey, mira que yo siempre querré más a mis versiones extendidas de lo que te quiero a ti.
Ana todavía ríe. —¿Y eso por qué?—
—No sé explicarlo, pero hay algo de esas películas que me mueve, que me hace sentir mucho mejor al final del día. Y es lo que te decía hace rato, es la diferencia entre leer lo que tiene que ser leído en contraposición a lo que realmente queremos leer. –Santiago suspira— Y, además, prefiero mil veces la fantasía. Vamos, que prácticamente tengo un doctorado en fantasía. La fantasía es mi mañana fresca, mi comida a mediodía, mi juego de la tarde, y la masturbación mental de mis noches. No recuerdo un solo día en que no haya diseñado un diálogo brillante e imaginario en el interior de mi cabeza. Para mí es mucho peor escribir desde la certeza, porque desde ahí todo va cuesta abajo. Alguna vez dijo Ende una lucidez que me tumbó de la silla: ¿Por qué la fantasía está infravalorada? Uno vive su cotidianeidad, ¿para qué matarse las tardes leyendo las de otros?
—Vaya.
—Y que conste que no es la cita textual, pero aún así la firmo. De alguna forma siento que es algo que se le olvida a la literatura. Y no sólo la fantasía, sino la informalidad. ¿A poco no preferirías mil veces que el poema quince de Neruda dijese “Me gustas cuando callas porque estás como zombie”?
Ana ríe como loca, y Santiago sonríe y sonríe sin saber cuándo seguir hablando.
—¿A poco no?
—La verdad es que sí, sería mil veces mejor.
—Te digo.
—Y sería mucho mejor tener un novio zombie, así sabes que te quiere por tu cerebro y no sólo por tu cuerpo.
Ahora es Santiago el que ríe mientras busca en los cajones la cajetilla de cigarros. Se enciende uno y lo deja en el cenicero.
—En fin, que es algo que me encantaría exigirle a la literatura, ¡que me sorprenda! Tengo ganas de sorprenderme, de que los párpados se abran tanto que se queden atorados, de levantar la ceja a la inglesa… ¡de levantarle la falda a las inglesas, qué sé yo! No necesariamente romper, pero sí disfrutar. Y que haya de todo, eso es lo que me encanta de hoy en día ¡qué hay de todo! Que hay para quien quiera leer sobre cazadragones, o brujos, o poetas varados en París, o pescadores cubanos, o dublineses, o montevideanos. Hay de todo, y no podemos negar que eso es una maravilla.
—Bueno, pero tú me acababas de decir que no estabas convencido de que se publique lo que sea.
—Y no lo estoy.
— ¿Entonces?
—Bueno, tendría que matizar, pero a lo que me refería es que estoy a favor y completamente enamorado de que se publique lo que sea mientras sea bueno. No me tiene que gustar precisamente a mí (y yo soy un mamón para que me gusten las cosas), pero creo que se podría llegar a un consenso, aunque sea mediano, en que se pueda admitir que un libro es publicable o no.
— ¿Pero eso no es subjetivo?
—Lo es y no. Es decir, hay pautas; y sólo basta un buen ojo para distinguirlas. A fin de cuentas el del escribir es uno de los oficios más viejos, creo que hay suficiente escuela como para decidir.
— ¿Y quién decidiría?
—Lo ideal sería el público. Tomemos, por ejemplo, lo que decías del teatro: con tanto cine y televisión la gente ha logrado hacerse un ojo para los actores, ¿no crees? Es decir, que el público ya sabe distinguir entre un actorazo y un cara-bonita que apenas y se aprende las líneas. El público es tremenda y divinamente crítico al respecto. ¿Que hay fallos? Va, lo acepto, y en la televisión pasa más que en ningún otro lado; pero el público que va al teatro no se anda con jaladas, y el actor que se pone enfrente sabe que una sola línea mal dicha puede echar a pico toda la obra. Bueno, en este caso sería ideal que el lector exija, que el lector se cultive y exija.
—Eso me suena utopía, corazón.
—Cómo voy a creer/ que la utopía ya no existe/ (no me acuerdo qué cómo iba)/ si vos, mengana […]/ si vos sos mi utopía.
—Ya te olvidaste de tu Benedetti preparatoriano.
—Todavía lo leo, pero tengo mala memoria.
—A mí me gustaba cuando era chica, pero ya me da diabetes. Me acordé de ti el día en que se murió, pensé en llamarte, pero me olvidé.
Santiago voltea al techo,
—Si no te molesta, cambiemos de tema, no me gusta hablar de eso.
— ¿De Benedetti?
—Sí.
—Bueno, yo nomás te decía que me acordé de ti cuando pasó.
—En serio no quiero hablar de eso, ¿vale?
—Bueno.
Los dos se quedan callados. Santiago quita del hueco del cenicero el cigarro que se acabó por consumir solo, y se enciende otro. Ana se levanta y sin decir nada entra al baño. Mientras ella orina sentada en el excusado rodeado de baldosas azules, Santiago quita el salvapantallas pulsando una vez la barra espaciadora. El ve el procesador de texto en blanco. Ella el pomo de latón de la puerta.
Suspiran.
Santiago escribe algo, Ana sale del baño, él pone un punto, ella duda antes de entrar al estudio.
—Lee— le dice Santiago, y Ana se acerca a la pantalla. Sonríe.
TE QUIERO UN POEMA.
—Te escribo porque no me entiendo— ella no dice nada, Santiago la observa— Me gusta el sonido del teclado. Me gusta hundir las teclas con mis dedos –sigue callada— Y escribí con mayúsculas como una deferencia.
Ana calla. Ya no sonríe.
—¿Ese silencio es salud?
No hay respuesta.
—¿Ana?
Por fin ella sonríe.
—A veces siento que el mundo empieza y acaba cuando tu boca me nombra.
También Santiago sonríe.
—Es muy linda tu frase.
—Lo mismo la tuya.
—Lo sé, pienso subirla al blog.
—No sabía que todavía tienes uno.
— Un blog es para los que no podemos sufrir en silencio, como los decentes hacen; y yo llevo una relación muy tormentosa con mi tendencia al exhibicionismo.
—No suena mal.
—No es tan fenomenal, de hecho. Sólo subo frases, textos pequeños. En realidad nunca supe hacer una bitácora.
—¿Y eso?
—Siento que a mi vida le falta ser un gramito más interesante como para publicarla.
—Muchas veces la vida del escritor es mucho más interesante que lo que escribe.
—Por desgracia mi vida no es muy interesante, pero aún así disfruto con el blog.
—¿Por qué será?
—Es una sensación de gozo muy extraña. Al momento de escribirlas puedo ver todo el panorama: alrededor de las palabras, la pantalla. Alrededor de la pantalla, el afuera. Afuera, por cierto, llueve. Alrededor de la lluvia, éstas.
—Según lo veo la nostalgia te sabe mejor ya digitalizada.
—Mucho, sí. Para mí escribir es una forma de desnudarse escogiendo exactamente que botones desabrocharse y qué tanta piel mostrar. Cuando uno escribe hay menos subterfugios y lo que se dice pasó ya por la censura de los dedos y de la mirada.
—¿Y la publicación?
—Mira, si algún día termino de animarme, seguramente escribiré un libro bien complejo ("para el deleite de los eruditos" lo llamará la crítica) y lo intitularé: "Chaquetas literarias"… nomás para quitarme la espinita. ¿Qué tal?
—Yo quiero escribir dos libros complejos, de hecho. Uno como el tuyo. Y otro que simplemente no tenga ni madres de sentido.
—¿Algo así como Finnegan's Wake?
—Sí, algo por ahí. Algo para que todos los críticos se quiebren el coco pensando qué significa. Y nunca decirles. Y, al morir, dejar un ensayito que diga que simplemente escribí sandeces para joderlos de a gratis.
—Me late, me late
—Y ya después lo voy a depositar en las oficinas de la RAE con instrucciones de que no se abra hasta el 2170; para que así la tribu de especialistas en tu libro (psicólogos, literatos y la onda) lo abra y vea cómo su vida deja de tener sentido.
—Ambiciosa, caray.
—Estará repleto de neologismos sin sentido, adjetivaciones arcaicas, galicismos, esquizofrenologías y demás.
—También algún día voy a hacer un libro para niños... Oh, y un libro surrealista, como el de los cronopios de Cortázar.
—Yo quiero hacer un libro dadá.
—Mejor aún... "cubismo literario"
—Retrosimbolismo. No tengo idea de cómo puede ser, pero tal vez luego lo sepa.
—Literatura anhídrica
—Teatro tabaquista.
—¡Poesía molar!
—Fíjate que me gustan las muelas. Son tiernas.
—Sabes, hay mujeres que me gustan mujeres por sus muelas (en serio, no te rías). Bueno, no, no tanto; pero me gustan como atractivo físico.
—¿Qué no sabes eso de "a caballo dado no se le ve el colmillo"?
—Pero no son caballos, corazón. Por eso me gusta que me monten a mí; me gusta ser caballo de rodeo.
—Bien Jaime López.
—¿Cuál rola?
—La de “Me siento bien pero me siento mal“
—Aaah sí… “no me acuerdo qué y se me encaramó.”
—Sí, exacto
—Llegué a la cama
—Así m ero.
—Así mesmamente
—Oye…
—Mande.
—Ensayos kilobyteanos.
—Poesía lúbrica.
—Teatro vaginoplástico
—Haikú onomatopéyico.
—Seguro que eso ya existe.
—Japoneses cabrones.
—Seguramente fue un gringo.
—Prosa etecé.
El pantalón de su pijama es de color turquesa con estampado de gatitos negros que trepan por las piernas. Entra al estudio cepillándose el cabello mientras Santiago está escribiendo en su laptop. En una taza tiene coca-cola, el cenicero está repleto de colillas. Santiago nota a Ana, pero sigue escribiendo. Ella sólo observa. Cuando él termina de escribir la línea se detiene.
—Deberías de regalarme tu pijama.
Ana ríe —¿Por qué?
—¿Por qué no?
—Porque es mía.
—Me vería mucho mejor con ella.
—¿Con tus sexys piernas?
—Claro.
Ana sonríe y Santiago da un sorbo a su taza.
—¿Qué escribes?
—Nada, apenas un esbozo de un cuento.
—¿Nomás un esbozo?
—Sí. Estaba escribiendo algo tan cursi que no querrías leerlo jamás hasta que intenté hacer una pausa para hacer un cuento que se me ocurrió. Llevo como media hora trabado en un párrafo. Mi writer's block continúa, pero guardé la idea: saltimbanquis suicidas.
—No suena mal. ¿Llevas rato bloqueado?
—Una madre. Debería haber all bran para la creatividad.
—Vaya que ayudaría. Sería un negociazo.
—Nos podríamos aprovechar de los procrastinadores universitarios que no han acabado su tesis.
—Hey, mira, que yo todavía no acabo mi tesis.
— ¿En serio?
—Hace como seis años que mi tesis tiene asentamiento al cruce con semáforos en Calzada Desubicación desde Avenida del Limbo Académico hasta Rio de la Inspiración.
—Vaya, no tenía idea.
—No te apures, no es como que he echado de menos el título.
—No es particularmente importante. Yo lo obtuve y nunca lo he utilizado.
—Yo no lo obtuve y nunca lo he requerido. Lo único que me molesta es saber que nunca pude acabar la maldita tesis. Siento que ese bloqueo sigue en algún punto y es un peso que no me he sabido quitar de encima.
—A mí en cambio los bloqueos nunca me agobian, sólo me son inconvenientes.
—Lucky you.
— ¿Sonó muy prepotente?
—Algo, sí; pero no te apures.
—Áronou, a veces me pasa que no puedo cuajar alguna frase y me quedo estancado por mucho tiempo. Pero no me preocupa demasiado, lo dejo pasar y me quedo tan tranquilo. Después, quizá, lo retomo. Otros en cambio siguen en la lista de espera. Por ejemplo, la mayoría de mis cuentos los hice con tres meses de diferencia entre la primera frase y el primer punto.
—Me gustaban mucho tus cuentos viejos. Solía enseñárselos a mis novios para ver cómo reaccionaban. Era divertido, era como presentarles a mi amante.
Santiago suelta la carcajada mientras Ana sonríe.
—Te juro que nunca me había causado tanto gozo mi oficio— dice todavía entre risas— nunca había valido tanto la pena.
—Yo pensaba que te encantaba escribir nomás por escribir.
—Sí y no. Me encanta escribir, pero leer es lo máximo.
Ana sonríe
—Lo es— dice.
—Y lo curioso es que a veces se me olvida. A veces caigo en cuenta que se van acumulando los días en que no abro los libros que llevo en los bolsillos cuando salgo. O, en todo caso, me pongo a leer libros de cosas que en realidad no me mueven, o que no me importan, y que lo hago sólo porque siento la obligación de leerlos. Y así no.
—Qué horror
—De hecho, de un tiempo para acá me había olvidado de lo lindo que es meterse a leer con las orejas calientes en un café cualquiera. Es tiernísimo. Sobre todo en esta ciudad donde a una iglesia le sigue un prostíbulo, y un antro le sigue a una librería, cualquier excusa para volver a ser romántico basta.
—Es extraño, pero a pesar del estilo de tus cuentos siempre me has parecido un romántico.
—¿Y cómo es el estilo de mis cuentos?
—No sé, rítmico, visceral, crudo.
—Bueno, sí. De hecho, dada la cantidad de personajes que tiendo a asesinar en mis cuentos, no dejo de preguntarme por qué mis familiares y amigos no desconfían más de mí. Coño, que hasta me pregunto por qué dormir a unos metros de mí no te quita el sueño.
Ana ríe. Se sienta en el futón del estudio. Enciende un cigarrillo. –Supongo que es porque, a pesar de tu memorable saldo de muertos, tengo la sensación de que como narrador tienes una ternura muy rara.
—Narrar es una exageración, francamente.
—En fin, que no me das miedo.
Santiago se queda callado, pensando.
—Hace años que no hago un cuento de amor. De hecho, no creo nunca haber hecho uno. Supongo que la razón principal es que es terriblemente más entretenido fotografiar la muerte, que insinuar el amor.
—¿No querrás decir que es mucho más fácil?
—No sé si más fácil, pero sí mucho más barato. Pero sí, imagino que es más fácil despertar en el lector el miedo de la muerte a intentar expresar toda esa vorágine de mariposas (o acaso orugas) del que ama. Si saco la cuenta, en toda mi vida sólo he leído dos o tres textos de amor que realmente me hayan movido el piso. Es decir, puedo ponerme medio eufórico cuando después de toda una novela los personajes terminan juntos, pero eso es como un gozo en tercera persona, ¿sabes? No me causa empatía a mí como individuo, pero sí como lector.
—Sí, sí te entiendo.
—En cambio, ha habido veces (y te juro que no pasan de tres) en que realmente puedo decir “¡Yo he sentido esto!”. Pero, si sacas la cuenta, el que de entre todo lo que he leído sólo haya podido empatizar con un par de textos que giran en torno al amor, significa que la cosa está medio jodida.
—O maravillosa.
—Es como los poemarios. Yo amo los poemas, pero detesto los poemarios.
—¿Cómo es eso?
—Pues que para mí hay poemarios que sólo existen para justificar la publicación de un único buen poema.— Santiago duda— Y no sé cómo sentirme al respecto, ¿sabes? Es decir, a fin de cuentas ¿quién soy yo para saber o decir qué se debería o no publicar?
—Pues eres el que lee. Osea, que –creo yo— como lector tienes bastante derecho a exigir.
—¿Será?
—¿Pues sí, no? Es como en lo dramático: lo preocupante no es qué tan bajo pueda caer el teatro, sino qué tan bajo llegue el público. No entiendo por qué crees que la gente espera que dejes de ser subjetivo
—Pues… sí, tienes razón. Pero que conste, por esta vez pasa, pero no voy a permitir que tengas siempre la razón— Ana ríe, Santiago continúa. —¿Por qué no ser subjetivo? Hay cosas maravillosas perdidas en el lodo, pero tampoco se trata de llenar los estantes con noventa libros que tengas seis o siete cosas buenas en total.
Santiago enciende un cigarrillo.
—Siento que choca con lo que creía cuando era chico.
—¿Y eso era…?
—Que todo era digno de ser publicado. Que todo debía ser publicado, cualquier intento. Cuando trabajaba en la librería y veía los pasillos enormes dedicados a la superación personal y las contrastaba con las mini-secciones de literatura me sentía desolado. Veía esos tirajes endemoniados de tipos que publicaban lo mismo y sentía una suerte de compasión por el escritor pequeño, por la editorial pequeña.
—¿Y ya no?
—Pues… no. Ya no soy de la idea de que todo escritor independiente deba ser glorificado. Bueno, eso sí, sigo pensando lo mismo de los libros de superación— Ana ríe— y, no sé, supongo que es parte de crecer. Por ejemplo, a los trece años creía en el rock, a los quince en la poesía, a los dieciocho en la trova, a los veinte no creía en nada, a los veintidós en la novela, a los veintisiete creía en el jazz; y ahora creo en José Alfredo Jiménez. Lo mismo me sucede con el cine. Hoy día el saber que una película es independiente para mí no significa que tenga carta blanca, así como una superproducción no tiene por qué se esencialmente mala. Por ejemplo, no hay película de Pixar con la que no haya llorado, pero hubieron películas de arte que me tuvieron cinco horas haciéndome sentir estúpido. ¡Y es normal! En mi adolescencia me gustaba creer que mientras más exigua la película mejor era la calidad, pero la verdad es que hay bazofia en todos lados. O, bueno, no bazofia, pero sí cosas terriblemente aburridas. Te juro que hoy día, si me mandan a una isla desierta y me preguntan si qué prefiero llevarme, las obras completas de Bergman o las versiones extendidas del Señor de los Anillos, sin duda me voy con las de Tolkien.
Ana suelta la carcajada.
—¿El Señor de los Anillos? ¿En serio?
—Hey, mira que yo siempre querré más a mis versiones extendidas de lo que te quiero a ti.
Ana todavía ríe. —¿Y eso por qué?—
—No sé explicarlo, pero hay algo de esas películas que me mueve, que me hace sentir mucho mejor al final del día. Y es lo que te decía hace rato, es la diferencia entre leer lo que tiene que ser leído en contraposición a lo que realmente queremos leer. –Santiago suspira— Y, además, prefiero mil veces la fantasía. Vamos, que prácticamente tengo un doctorado en fantasía. La fantasía es mi mañana fresca, mi comida a mediodía, mi juego de la tarde, y la masturbación mental de mis noches. No recuerdo un solo día en que no haya diseñado un diálogo brillante e imaginario en el interior de mi cabeza. Para mí es mucho peor escribir desde la certeza, porque desde ahí todo va cuesta abajo. Alguna vez dijo Ende una lucidez que me tumbó de la silla: ¿Por qué la fantasía está infravalorada? Uno vive su cotidianeidad, ¿para qué matarse las tardes leyendo las de otros?
—Vaya.
—Y que conste que no es la cita textual, pero aún así la firmo. De alguna forma siento que es algo que se le olvida a la literatura. Y no sólo la fantasía, sino la informalidad. ¿A poco no preferirías mil veces que el poema quince de Neruda dijese “Me gustas cuando callas porque estás como zombie”?
Ana ríe como loca, y Santiago sonríe y sonríe sin saber cuándo seguir hablando.
—¿A poco no?
—La verdad es que sí, sería mil veces mejor.
—Te digo.
—Y sería mucho mejor tener un novio zombie, así sabes que te quiere por tu cerebro y no sólo por tu cuerpo.
Ahora es Santiago el que ríe mientras busca en los cajones la cajetilla de cigarros. Se enciende uno y lo deja en el cenicero.
—En fin, que es algo que me encantaría exigirle a la literatura, ¡que me sorprenda! Tengo ganas de sorprenderme, de que los párpados se abran tanto que se queden atorados, de levantar la ceja a la inglesa… ¡de levantarle la falda a las inglesas, qué sé yo! No necesariamente romper, pero sí disfrutar. Y que haya de todo, eso es lo que me encanta de hoy en día ¡qué hay de todo! Que hay para quien quiera leer sobre cazadragones, o brujos, o poetas varados en París, o pescadores cubanos, o dublineses, o montevideanos. Hay de todo, y no podemos negar que eso es una maravilla.
—Bueno, pero tú me acababas de decir que no estabas convencido de que se publique lo que sea.
—Y no lo estoy.
— ¿Entonces?
—Bueno, tendría que matizar, pero a lo que me refería es que estoy a favor y completamente enamorado de que se publique lo que sea mientras sea bueno. No me tiene que gustar precisamente a mí (y yo soy un mamón para que me gusten las cosas), pero creo que se podría llegar a un consenso, aunque sea mediano, en que se pueda admitir que un libro es publicable o no.
— ¿Pero eso no es subjetivo?
—Lo es y no. Es decir, hay pautas; y sólo basta un buen ojo para distinguirlas. A fin de cuentas el del escribir es uno de los oficios más viejos, creo que hay suficiente escuela como para decidir.
— ¿Y quién decidiría?
—Lo ideal sería el público. Tomemos, por ejemplo, lo que decías del teatro: con tanto cine y televisión la gente ha logrado hacerse un ojo para los actores, ¿no crees? Es decir, que el público ya sabe distinguir entre un actorazo y un cara-bonita que apenas y se aprende las líneas. El público es tremenda y divinamente crítico al respecto. ¿Que hay fallos? Va, lo acepto, y en la televisión pasa más que en ningún otro lado; pero el público que va al teatro no se anda con jaladas, y el actor que se pone enfrente sabe que una sola línea mal dicha puede echar a pico toda la obra. Bueno, en este caso sería ideal que el lector exija, que el lector se cultive y exija.
—Eso me suena utopía, corazón.
—Cómo voy a creer/ que la utopía ya no existe/ (no me acuerdo qué cómo iba)/ si vos, mengana […]/ si vos sos mi utopía.
—Ya te olvidaste de tu Benedetti preparatoriano.
—Todavía lo leo, pero tengo mala memoria.
—A mí me gustaba cuando era chica, pero ya me da diabetes. Me acordé de ti el día en que se murió, pensé en llamarte, pero me olvidé.
Santiago voltea al techo,
—Si no te molesta, cambiemos de tema, no me gusta hablar de eso.
— ¿De Benedetti?
—Sí.
—Bueno, yo nomás te decía que me acordé de ti cuando pasó.
—En serio no quiero hablar de eso, ¿vale?
—Bueno.
Los dos se quedan callados. Santiago quita del hueco del cenicero el cigarro que se acabó por consumir solo, y se enciende otro. Ana se levanta y sin decir nada entra al baño. Mientras ella orina sentada en el excusado rodeado de baldosas azules, Santiago quita el salvapantallas pulsando una vez la barra espaciadora. El ve el procesador de texto en blanco. Ella el pomo de latón de la puerta.
Suspiran.
Santiago escribe algo, Ana sale del baño, él pone un punto, ella duda antes de entrar al estudio.
—Lee— le dice Santiago, y Ana se acerca a la pantalla. Sonríe.
TE QUIERO UN POEMA.
—Te escribo porque no me entiendo— ella no dice nada, Santiago la observa— Me gusta el sonido del teclado. Me gusta hundir las teclas con mis dedos –sigue callada— Y escribí con mayúsculas como una deferencia.
Ana calla. Ya no sonríe.
—¿Ese silencio es salud?
No hay respuesta.
—¿Ana?
Por fin ella sonríe.
—A veces siento que el mundo empieza y acaba cuando tu boca me nombra.
También Santiago sonríe.
—Es muy linda tu frase.
—Lo mismo la tuya.
—Lo sé, pienso subirla al blog.
—No sabía que todavía tienes uno.
— Un blog es para los que no podemos sufrir en silencio, como los decentes hacen; y yo llevo una relación muy tormentosa con mi tendencia al exhibicionismo.
—No suena mal.
—No es tan fenomenal, de hecho. Sólo subo frases, textos pequeños. En realidad nunca supe hacer una bitácora.
—¿Y eso?
—Siento que a mi vida le falta ser un gramito más interesante como para publicarla.
—Muchas veces la vida del escritor es mucho más interesante que lo que escribe.
—Por desgracia mi vida no es muy interesante, pero aún así disfruto con el blog.
—¿Por qué será?
—Es una sensación de gozo muy extraña. Al momento de escribirlas puedo ver todo el panorama: alrededor de las palabras, la pantalla. Alrededor de la pantalla, el afuera. Afuera, por cierto, llueve. Alrededor de la lluvia, éstas.
—Según lo veo la nostalgia te sabe mejor ya digitalizada.
—Mucho, sí. Para mí escribir es una forma de desnudarse escogiendo exactamente que botones desabrocharse y qué tanta piel mostrar. Cuando uno escribe hay menos subterfugios y lo que se dice pasó ya por la censura de los dedos y de la mirada.
—¿Y la publicación?
—Mira, si algún día termino de animarme, seguramente escribiré un libro bien complejo ("para el deleite de los eruditos" lo llamará la crítica) y lo intitularé: "Chaquetas literarias"… nomás para quitarme la espinita. ¿Qué tal?
—Yo quiero escribir dos libros complejos, de hecho. Uno como el tuyo. Y otro que simplemente no tenga ni madres de sentido.
—¿Algo así como Finnegan's Wake?
—Sí, algo por ahí. Algo para que todos los críticos se quiebren el coco pensando qué significa. Y nunca decirles. Y, al morir, dejar un ensayito que diga que simplemente escribí sandeces para joderlos de a gratis.
—Me late, me late
—Y ya después lo voy a depositar en las oficinas de la RAE con instrucciones de que no se abra hasta el 2170; para que así la tribu de especialistas en tu libro (psicólogos, literatos y la onda) lo abra y vea cómo su vida deja de tener sentido.
—Ambiciosa, caray.
—Estará repleto de neologismos sin sentido, adjetivaciones arcaicas, galicismos, esquizofrenologías y demás.
—También algún día voy a hacer un libro para niños... Oh, y un libro surrealista, como el de los cronopios de Cortázar.
—Yo quiero hacer un libro dadá.
—Mejor aún... "cubismo literario"
—Retrosimbolismo. No tengo idea de cómo puede ser, pero tal vez luego lo sepa.
—Literatura anhídrica
—Teatro tabaquista.
—¡Poesía molar!
—Fíjate que me gustan las muelas. Son tiernas.
—Sabes, hay mujeres que me gustan mujeres por sus muelas (en serio, no te rías). Bueno, no, no tanto; pero me gustan como atractivo físico.
—¿Qué no sabes eso de "a caballo dado no se le ve el colmillo"?
—Pero no son caballos, corazón. Por eso me gusta que me monten a mí; me gusta ser caballo de rodeo.
—Bien Jaime López.
—¿Cuál rola?
—La de “Me siento bien pero me siento mal“
—Aaah sí… “no me acuerdo qué y se me encaramó.”
—Sí, exacto
—Llegué a la cama
—Así m ero.
—Así mesmamente
—Oye…
—Mande.
—Ensayos kilobyteanos.
—Poesía lúbrica.
—Teatro vaginoplástico
—Haikú onomatopéyico.
—Seguro que eso ya existe.
—Japoneses cabrones.
—Seguramente fue un gringo.
—Prosa etecé.
Capítulo sin número número uno.
De ellos.
Santiago. De él es la casa. De él son los libros, y la cama, y el estudio, y las botellas de ron, de whisky, de vodka, de vino; de él es el bote hermético que guarda mota para los invitados, las películas, los discos, las alfombras, los tenedores de mangos azules, la colección de tazas neoyorquinas, la absurda cantidad de cuadros y de pósters y de postales; y de él son las paredes cubiertas de imágenes, de libreros, de repisas, así como también son de él todos los papeles, todos los apuntes, y todas las colillas que quedaron perdidas detrás de su escritorio, debajo de sus muebles, y dentro de esos estantes cubiertos de ceniza y telarañas. A esa misma casa llega Ana con dos maletas grises.
—Es linda.
—Lo es, la verdad lo es.
—Uy, mira tú, qué presumido.
—Hey, es mi casa, ¿cómo no va a estar linda?
—Bueno, definitivamente es tu casa; nadie más que tú podría vivir aquí.
—Mi casa es tu casa, corazón. ¿Quieres algo?
—No, gracias, estoy bien.
— ¿Segura? Tengo coca, whiskey, ron, ehh, vodka, creo.
—No, guácala.
—Cerveza, vino blanco, vino tinto…
— ¿Tienes agua?
—No, eso no.
— ¿Cómo no vas a tener agua?
—Pues, no sé, no tengo. No tomo agua, me oxido.
—¿En serio no tienes agua?
—En serio en serio. Digo, hay agua de la llave, pero sinceramente no te la recomiendo.
—Si desearas mi muerte…
—Que no te la deseo.
—Seguramente me la ofrecerías.
—Definitivamente. Pero me gustas vivita y coleando.
—Supongo que un té también estaría fuera de la cuestión.
—Ni a té llego…
—Sí, me imaginé. Pero, entonces, ¿qué tomas cuando estás aquí?
—Alcohol. Ya sabes, para conservarme.
—¿Y dejar un bello cadáver?
—Por lo menos uno ebrio.
—Ebrio y feliz.
—Ebrio y feliz, claro. Pero no, era broma. Ammm… no sé, tomo Coca, o jugo de naranja.
—¿Tienes jugo de naranja?
—Sí, ¿Quieres?
—No realmente…
—Oh, pues.
También son suyos un par de diplomas olvidados dentro de algunos cajones, y los treintaidós encendedores repartidos por todos los cuartos para cuando se necesite. A veces enciende un cigarro, y se le olvida y enciende otro, y se le olvida y enciende otro, y se le olvida y enciende otro, y se le olvida.
Santiago. De él es la casa. De él son los libros, y la cama, y el estudio, y las botellas de ron, de whisky, de vodka, de vino; de él es el bote hermético que guarda mota para los invitados, las películas, los discos, las alfombras, los tenedores de mangos azules, la colección de tazas neoyorquinas, la absurda cantidad de cuadros y de pósters y de postales; y de él son las paredes cubiertas de imágenes, de libreros, de repisas, así como también son de él todos los papeles, todos los apuntes, y todas las colillas que quedaron perdidas detrás de su escritorio, debajo de sus muebles, y dentro de esos estantes cubiertos de ceniza y telarañas. A esa misma casa llega Ana con dos maletas grises.
—Es linda.
—Lo es, la verdad lo es.
—Uy, mira tú, qué presumido.
—Hey, es mi casa, ¿cómo no va a estar linda?
—Bueno, definitivamente es tu casa; nadie más que tú podría vivir aquí.
—Mi casa es tu casa, corazón. ¿Quieres algo?
—No, gracias, estoy bien.
— ¿Segura? Tengo coca, whiskey, ron, ehh, vodka, creo.
—No, guácala.
—Cerveza, vino blanco, vino tinto…
— ¿Tienes agua?
—No, eso no.
— ¿Cómo no vas a tener agua?
—Pues, no sé, no tengo. No tomo agua, me oxido.
—¿En serio no tienes agua?
—En serio en serio. Digo, hay agua de la llave, pero sinceramente no te la recomiendo.
—Si desearas mi muerte…
—Que no te la deseo.
—Seguramente me la ofrecerías.
—Definitivamente. Pero me gustas vivita y coleando.
—Supongo que un té también estaría fuera de la cuestión.
—Ni a té llego…
—Sí, me imaginé. Pero, entonces, ¿qué tomas cuando estás aquí?
—Alcohol. Ya sabes, para conservarme.
—¿Y dejar un bello cadáver?
—Por lo menos uno ebrio.
—Ebrio y feliz.
—Ebrio y feliz, claro. Pero no, era broma. Ammm… no sé, tomo Coca, o jugo de naranja.
—¿Tienes jugo de naranja?
—Sí, ¿Quieres?
—No realmente…
—Oh, pues.
También son suyos un par de diplomas olvidados dentro de algunos cajones, y los treintaidós encendedores repartidos por todos los cuartos para cuando se necesite. A veces enciende un cigarro, y se le olvida y enciende otro, y se le olvida y enciende otro, y se le olvida y enciende otro, y se le olvida.
viernes, 23 de julio de 2010
miércoles, 2 de junio de 2010
Capítulo sin número número diecisiete.
N. del A. Otro capítulo de la novela. A este ya le estoy tomando cariño.
Deadline.
Ana llega tarde a la casa. El sonido del impacto de las llaves contra el plato de latón que está sobre el librero alerta a Santiago. Sin embargo, éste no sale a recibirla. Él escribe. Tecleando lo más rápido posible para ganarle tiempo al tiempo pone un punto justo cuando Ana se asoma a la puerta, como parece ser que acostumbra.
—Llegué.
—¿Cómo te fue?
—No estuvo mal. Paseé mucho. Los pies me duelen horrores. Además, estuve todo el día cabizbaja. Imposible controlar la obsesión por la mancha de pasta de dientes. Y mantenerla vigilada. Y odiarla. –Santiago ríe— Pero supongo que, overall, el día estuvo muy bien. Compré tacitas.
—¿Más? Tienes millones.
—Déjame con mis tacitas. ¿Tú cómo estás?
—Meh.
—¿Y eso?
—Mucho trabajo.
—Oh, bueno, te dejo en paz
—No, no te apures. Realmente no estoy haciendo nada, sólo me hago el idiota un rato.
—¿Qué tienes que hacer?
—Un cuento. Y un artículo para un periódico. Oh, y revisar un ensayo, pero todavía no empiezo bien con ninguno.
—¿Y de plano no sale nada?
—Niet. Tengo una hoja en blanco delante de mí diciendo "ven aquí, cabrón, ¿por qué tiemblas de miedo?". Y claro, yo nomás tiemblo.
—¿Para cuándo es?
—Para mañana.
—Oh. ¿Todo?
—Sí.
—Oh.
—Para mañana a las nueve.
—Oh.
—Y llevo dos párrafos.
—Oh.
—Estoy jodido.
Ana ríe un poco
—Parece ser, sí. ¿Crees acabarlo?
Santiago se enciende un cigarrillo, recarga los pies en el filo del escritorio, y estira las piernas para arrastrar la silla lejos de la laptop. —Claro. Pero me gusta angustiarme.
—No entiendo cómo trabajas bajo presión. Yo, por más que intente, no puedo.
—Deadlines, honey. La única razón por la que el arte existe.
Ana ríe. Roba un cigarro de la cajetilla de Santiago, brinca sus piernas todavía estiradas, él hace un amague de quitarlas, pero lo hace tarde, ella ya está al otro lado. Ana se sienta en el futón, acomoda con un movimiento rápido una maceta con un cactus pequeño, y le pregunta: —¿Entonces qué piensas hacer?
—No tengo un gran plan –responde Santiago— tan sólo intentar escribir algo, lo que sea, pero que tenga colillas húmedas.
—Es tu tipo ideal de plan.
—Lo es, pero no es tan sencillo como parece. A decir verdad, confieso que para casi todas entregas me hacen falta unas cuantas horas.
—Y sin embargo, todavía no estás haciendo nada.
Santiago arruga la nariz –Déjame ser —dice— En este momento, en alguna parte del mundo, alguien más se está haciendo pendejo, y tú bien sabes que a mí me gusta ser solidario.
—Eres un procrastinador profesional.
—Tantos años de práctica.
—¿De qué es el cuento?
Santiago se incomoda –De, eh, no sé, cuento— le responde.
—Bueno, sí, me imagino, pero ¿de qué trata o qué?
—No me gusta hablar de lo que escribo.
Ana finge poner cara de ofendida —¿No me vas a decir, cabrón?— dice al momento de aventarle en broma un cojín pequeño. Santiago detiene el cojinazo con un gesto vago y ríe un poco. Ana sonríe, juguetona.
—Son supersticiones personales: si nunca digo de qué trata y si nadie sabe qué es lo que estoy haciendo, me irá bien. –Ana pone una cara que a Santiago le parece que le dice “anda, no seas ridículo”, entonces él añade: —Aún así prometo mostrártelo todo, sólo estate cerca.
—Lo estoy –Santiago sonríe, Ana también— voy por un té.
Ana, que se había quitado los zapatos en el estudio, sale caminando en calcetines del cuarto. La dureza del piso de madera lastima un poco sus talones, así que no duda en acelerar el paso hasta las alfombras de la sala. Atraviesa con calma el cuarto, caminando primero entre el sillón y la mesa de centro, luego subiendo los dos escalones que de alguna forma separan la cocina de la sala. Rodea la barra y sus pies sienten el frío de las lozas de barro. Vierte el agua del garrafón pequeño que compró esa mañana en una tetera. La pone al fuego. Mientras espera, escucha el rumor del sonido de los dedos contra las teclas que viene del estudio.
Santiago escribe. O, más que escribir, navega entre las ventanas del procesador de texto, haciendo algunos arreglos aquí, otros tantos por allá. Cuando Ana vuelve enfundada en su pijama y con la taza de té en la mano izquierda, Santiago no duda en volver a alejarse del escritorio.
—Cuando te piden que revises un ensayo sobre pornografía te cuestionas sobre tus cualidades literarias o si te saben alguna otra cosa.
—¿Te saben alguna cosa?
—No creo, soy discreto.
Santiago vuelve a acercarse a la pantalla. Su dedo hace que las páginas vayan sucediéndose una tras otra. Frustrado, cierra esa ventana. Ana lo observa.
—Qué triste es percatarte que estás haciendo mal lo único que, por lo menos en teoría, haces bien.
—No va bien, asumo.
—Para nada. Además tengo hambre.
—Eso no ayuda.
—No, it doesn’t. Tengo tanta hambre y tanta flojera que se me está antojando bien cabrón esa morona atorada en mi teclado.
—Éntrale.
—Debería.
Los dos sonríen y guardan silencio. Ana se concentra en el lento tic—tac del reloj de Santiago.
—No pensaba que escribir fuese tan difícil para ti.
—No es nada sencillo inventar mundos. Es, vaya, como sacar un conejo del sombrero cada vez que plasmas una palabra. A veces, sencillamente, los conejitos no están listos.
Ana asiente. —Sí, la verdad es que no sé cómo funciona eso –dice— no es del tipo de cosas que se me dan. Será porque soy implícita. Y cuando me explicito pierdo mi húmeda intimidad.
—Siempre has sido así. Me acuerdo que me frustraba horrores cuando te escribía correos larguísimos y tú me respondías sólo con un par de líneas.
—Te molestabas mucho.
—Sí, la verdad es que sí. Pero aprendí a lidiar con ello porque te quiero.
Ana sonríe. Santiago se pasa, sonriente, la mano por el cabello, dejando que sus dedos se enreden suavemente.
—Bueno, aún así –prosigue Ana— ¿Por qué te está costando tanto escribir? Pensé que era el tipo de cosas que hacías en automático.
—Usualmente así es, pero ahora se trata de escribir un artículo de actualidad, y ese tipo de cosas no se me dan. No tienes idea, no hay nada peor que escribir desde cosas concretas, desde ahí todo va cuesta abajo.
—Uy.
—Y luego está el detalle de la computadora. En vez de multitasking desarrollé déficit de atención. Y es en parte su culpa.
—El Internet es el gran enemigo del hombre.
—Fiel aliado de la ociosidad y la distracción.
—Pero es muy sencillo ser feliz con él.
—Es una cosita encantadora.
—¿Debo imaginar que te retacas de videos y de páginas estúpidas?
—No. O casi no. Leo mucho, eso sí.
—Eso es bueno.
—Leo demasiado, más bien.
—Eso es malo.
—Sé que es sabio aprender a vivir a sorbitos, pero con tanta agua y tanta sed sencillamente no se puede.
Ana se levanta, toma y enciende el último cigarro de la cajetilla. Separa las cortinas blancas, abre la ventana, se sienta en el marco. Se estira, succiona el alquitrán lentamente, sonríe.
—Para mí todo esto suena a excusas para no hacer nada.
—Lo son —admite Santiago— me gusta arrinconar la inspiración hasta que le de claustrofobia y reviente. O repegarme a ella en una esquina y meterle mano.
—Te complicas demasiado, guapo.
—No es complicarme, es llevarlo al límite. Además, ¿qué diversión encuentras en vivir sin dramas?
—Mira, querido, que mi vida no es precisamente ajena al drama.
—Dramas de escritura, me refería.
—No escribo nada, pero qué tal me siento en el marco de la ventana a fumar de madrugada mirando en lontananza. Actitud tengo.
—Nadie lo niega.
Santiago toma la cajetilla vacía, la sacude, revisa que no haya ningún cigarro escondido, la tira en la papelera. Después abre un cajón. Busca. Parece no encontrar nada. Cierra el cajón y abre otro. La acción se repite tres veces más.
—¿Me acabé tus cigarros?
—Me temo que sí.
Ana contempla lo que queda del cigarro. Son, quizá, unos tres centímetros. Duda un poco, pero al final lo avienta por la ventana.
—Perdón.
—No te apures. A decir verdad, no entiendo por qué siempre se me olvida el objetivo de mi vida: comprar cigarros.
—Tantos años dedicándote a eso, y fallar justo ahora.
—Sí, caray. Yo sí le echo ganitas a la vida, pero cuando no hay cigarros no hay cómo, caray.
—Tranquilo, no te vas a morir.
—Eso es lo que me preocupa, lo que no quiero es sobrevivir.
Los dos ríen un poco. Ana hurga en su bolsa, saca una cajetilla de Camel y se la avienta a Santiago. Él hace un gesto de desagrado, pero no dice nada y saca un cigarro. Fuego.
—A mí lo que me gusta es producir ceniza— dice Santiago dejando escapar el humo junto con las palabras.
—A mí lo que me gustaría es que te pusieras a trabajar.
—Ya, deja eso. Empezaré en un rato.
—En un rato puede ser muy tarde.
—Lo único difícil es animarme a empezar. El comienzo es lo importante, lo demás son sólo detalles y notas al margen.
—¿Nunca has quedado mal?
—Nunca. Hasta eso, la gente confía en mí.
—Y hasta te pagan, caray.
—Que me paguen por hacer lo que me gusta es estupendo; pero sería mejor que me pagaran más. Quiero vivir de tomar fotos, y hablar de cine, y tomar café, y leer a Kerouac, y fumar, como tú, en la ventana. Pero nadie me quiere pagar por eso.
—Si pudiera, yo te pagaría por hacer justo eso.
—Pero lo que yo necesito no son buenas intenciones de mecenas, sino un mecenas de buenas intenciones.
—Púdrete, pues.
Santiago sonríe. Se acerca a la computadora y lee un poco. No pasa mucho tiempo antes de que vuelva a echarse para atrás.
—Cada día dudo más de las palabras. Las mías, por lo menos.
—¿No te está quedando?
—No es eso. Es que, no sé, no me siento cómodo con el tema del artículo. Es como ponerse otra piel –Santiago reflexiona— No, no sólo es eso. Es como ponerse una piel que no te queda por apretada, una piel que espera que seas directo, lógico, coherente, sensato, exacto. Y yo soy todo lógico y exacto hasta que siento. –Santiago da un suspiro— —Escribo para retratar lo que ven mis ojos, así no sea lo real o lo consensuado; y ellos lo que buscan es algo tangible, latente. Es como encajar un círculo dentro de un cuadrado, ¿sabes?. Un círculo, por cierto, cuyo diámetro es más grande que los lados del cuadrado. Lo intentas hacer embonar y no queda. Hay una parte del área de mi círculo que entra (mi lógica, mi razonamiento, mis observaciones, en fin, mis defectos), pero las partes que me importan (incluyendo la línea curva) quedan fuera… y eso me incomoda. No me queda más que fingir que estoy dejando de fuera esas partes… Y eso de ajustar la mentira a los deseos de otros no es lo mío. Lo mío lo mío es migrar de una temporalidad a otra.
—¿Y por qué no, no sé, dices lo que queda afuera?
—No es un mérito decir siempre lo que se piensa. Es una pésima costumbre. Por lo menos en el ámbito laboral. Por lo menos en los periódicos. El periodismo es, por lo general, un mundo que sabe cómo usarte, pero no como valorarte o entenderte.
—¿Realmente odias los periódicos, cierto?
—Mucho, pero no sé explicarlo. Si me lo preguntas, es porque creo firmemente que la diferencia entre el periodismo y la literatura es que no usas las páginas de los libros para hacer piñatas.
—Qué crudo.
—Mucho, pero así me siento. Sobre todo hoy día. La máxima del nuevo periodismo parecer ser la de mandar gente que no sabe lo que cubre a preguntar a gente que no vio nada. –Santiago espera, pero Ana no asiente; sólo escucha. Santiago continúa— No sé, me decepciona la falta de análisis, es eso. En nuestros tiempos parece que el método de la duda es obsoleto. De un par de siglos para acá lo que mueve al mundo es la queja. Quienes supuestamente deberían dedicarse al análisis (incluyéndome) tienen acogerse a las pautas de la ideología de su periódico… y eso choca conmigo.
—Pero, a fin de cuentas es tu trabajo, ¿no te parece?
—Lo sé, lo sé. I’m just whining —hace una pausa al tiempo que deja caer la ceniza sobre el cenicero— pero a veces me gustaría escribir sin tantas mascaradas.
—Acuérdate, Santiago, que la pureza es para el agua potable, no para la gente.
—Es lo mismo que dice el Director…
Ana, al igual que Santiago, se queda en silencio. Santiago enciende otro cigarro, y Ana también toma uno.
—Estoy convencido de que el mundo es mucho mejor sitio que el que nos pintan los periódicos. Los headlines amarillistas no dejan de cansarme. Hay días en los que deseo que al final de una nota pongan un "Pero todo fue un sueño, ella está bien... en serio"; –Ana ríe— Pero, a la vez, también me preocupa que utilicen ese método para vender más ejemplares. No es que me preocupe, es que tengo la certeza de que lo harían. Entre los actos que mejor me salen está el de decepcionarme de la gente. Pero, claro, el mérito es de ellos.
—Ya, no te amargues.
—Sí, caray. Ya necesito otro discurso.
—Mira, a mí tampoco me encantan los periódicos, pero los leo rutinariamente para buscar si salieron mis sueños dentro del torrente de noticias.
—¿Alguna vez han aparecido?
—No, pero no pierdo nada con intentar.
—¿Y qué pensarías si algún día sucede?
—Sería como una confirmación. Para mí si algo no lo defines no existe, y voy por la vida con la esperanza de que alguien más se ponga a definir lo que sueño.
—Eso me suena más a labor de la psiquiatría que del periodismo.
—Es cierto, pero me ahorro un friego.
— Sin duda.
—Para mí la verdad es eso que todos desconocemos, pero que algunos intuyen; y si alguien lo intuye mejor que yo, para mí excelente.
—Yo en cambio he ido edificando mi vida sobre unas pocas convicciones que me reditúan muy pocas certezas. Sin embargo, me alegra esto de ir por el mundo sin saber bien qué pasa. Me gusta no saber dónde puedo terminar.
—Es lindo eso… siempre y cuando no termines en una zanja.
—Eso depende mucho de cómo eres.
—¿Y cómo eres?
—Sólo soy.
—¿Y qué eres?
—Soy lo que hago… sobre todo lo que hago para cambiar lo que soy.
—Excelente respuesta, my dear friend.
Ambos se sonríen, tranquilos. Ana suspira, todavía sonriente, y acaricia inconscientemente la madera del marco de la ventana. Luego le pregunta a Santiago:
—¿Ya te vas a poner a escribir?
—Quizá— le responde él ya menos fastidiado.
—Me doy cuenta de que el “quizá” y el "tal vez" es tu forma de no comprometerte con lo que dices
Santiago lo considera un poco, pero después asiente –Es cierto, pero supongo que es porque así soy. No me agrada comprometerme con las cosas. Te lo dije, me gusta no sentirme seguro de lo que creo, y creo que eso es porque me da más libertad de pensamiento. Los ideales fijos me molestan, y no puedo evitar lamentarme de a quienes las ideas les van como zapatos viejos que se resisten a tirar porque les resultan comodísimos. No me gusta atarme a lo que creo porque no estoy muy seguro de creerlo realmente. Nunca he aprendido a ser coherente, y eso es algo que nunca he echado de menos –hace una pausa, se reacomoda en la silla— Nunca he sido de los que se comprometen con alguno de los dos lados del poder, y eso es porque sencillamente no estoy convencido de ser capaz de poner, así como así, todos mis huevos en una canasta. Y, aquí entre tú y yo, el no saberlo no me molesta, ¿sabes?. No me molesta porque conceptos como poder, convicción e ideología me son algo ajenos. En realidad, el único poder al que aspiro es el poder de conmover.
—Don’t we all?
—Soy uno de esos que está muy lejos del noise. De lo político, de lo mediático, de lo artístico. Yo hago lo que hago y vivo como vivo; y aunque hay cosas que sé que no me gustan, también hay cosas de las que tengo una certeza, cuando menos emocional, de que me encantan. Hay política que detesto y políticos que me encantan, música que no tolero pero músicos que me simpatizan, periodismo que me revienta y periodistas en los que me reflejo. En fin, que soy todo contradicciones.
—Un poco como todos. Pero no todos escriben.
—Bueno, es que para mí es lindo escribir. Es de las pocas certezas que tengo.
—El arte, pues.
—No, no me estoy refiriendo exactamente al arte. Me refiero a crear. Para mí, todo es bueno en la vida cuando uno cree o se engaña creyendo que está haciendo arte
—¿Entonces escribes para engañarte?
—No, escribo porque tengo manos, porque me gusta el sonido del teclado, porque me gusta hundir las teclas con mis dedos.
Escribo porque me gusta levantar mundos de la nada, y tirarlo como piezas de un jenga. Escribo con la garganta entre las manos. Escribo para gozar y para que me lean. Y no sólo se trata de que me lean, sino de que atraviesen mi texto.
—Escribes, básicamente, para no matar a nadie.
Santiago ríe. La garganta, que siempre se le hace puño cuando se emociona, se relaja.
—Sí, es cierto. Lo más sorprendente es, sin embargo, todo lo que no se escribe al estar escribiendo.
—¿Para qué sirven los escritores si no para destruir la literatura? Debiste de haber sido poeta.
—No lo creo, no sería buen poeta.
—Pero de vez en cuando haces versos. Algunos son muy lindos.
—Pero hacer versos no es ser poeta. Si no, eso significaría que todo adolescente con acné que hace versos en el fondo del cuaderno es un poeta. Y no.
—¿Y por qué no?
— Porque el oficio del poeta es un oficio mucho más complicado que el de únicamente hacer versos.
—Yo no creo en el oficio del poeta porque no creo que la poesía sea un oficio.
—Quizá no lo sea, pero no puedes negarme que para hacer poesía se necesita tanto o más trabajo que cualquier otro oficio.
—La palabra poesía es una palabra demasiado peligrosa.
—Bueno, en sí, la poesía es una cosa peligrosa. Una navaja es un poema, y a veces un poema es una navaja. Yo, personalmente, odio a la poesía, pero eso es porque me mata.
—A mí me encanta la poesía cuando me aniquila, pero eso es porque creo firmemente que la poesía, toda, es esencialmente amor.
—Muchas cosas son poesía. En el bar, un niño mixteco llega a ofrecernos fundas para la laptop; bordadas con colores brillantes y soles. Yo pienso que eso es un poema. Pero, nunca me he creído como alguien capaz de hacer poesía. Así que yo ni poeta maldito, ni maldito poeta. Apenas llego a poeta malito; y a mí no me gusta quedarme tan a medias. Mejor me atengo a mi prosa, aunque la mayor parte de lo que creo que está bien en mí quede afuera.
—No creo que dejes lo mejor afuera. Creo que el área que queda en tus textos es, cuando menos, preciosa.
Santiago sonríe incómodo.
—Sé que es bueno escuchar palabras alentadoras y elogios, pero a mí me sacude… no el insulto, sino la voz de mi writer interno. A decir verdad –añade— me odio un poco si me halagan.
—¿Por?
—No sé, es de la lista de cosas que se me quedaron de cuando era niño. Cuando mis mayores me felicitaban, ignoraban estaban promocionando mi timidez, mi miedo a la realidad, mi pánico a la gente. En fin la vida.
—Qué ridículamente modesto.
—Es que, por más que me encante escribir, siento que es labor de hormiguita.
—¿Cómo que labor de hormiguita?
—Me refiero a que el gozo es muy personal y muy mío. Es una labor sencillita la que hago. En cambio, hay cosas que lees y te vas para atrás. No sé bien si me maravillo fácilmente o qué, pero no hay nada como meterse dentro del universo personal, qué digo, dentro del trabajo elefante de otro autor. Hay libros que dan sueño, no porque sean aburridos, sino porque son un sueño.
—Hay autores maravillosos, sí.
—Deberíamos de canonizar de forma pagana a algunos autores.
—¿Tipo San Saramago?.
—O San Murakami.
— San Juan Rulfo.
—San Ibargüengoitia.
—San Benedetti.
—San Benedetti, sí. Veamos, ¿qué otro puede ser?
—San Wilde.
—Sí, y San Alessandro Baricco.
—San Pablito Neruda.
—San Cervantes.
—San Kundera.
—Uy, no, ese no.
—¿Cómo que no?
—¿Todavía te gusta Kundera? ¿A tu edad?
—A ti te gusta Benedetti, corazón.
—Touché.
Ambos ríen. Ana le dice a Santiago “Voy por agua, ¿quieres algo?” y sale del cuarto en cuanto él asiente. Santiago ya no hace amagues de acercarse a la computadora. Se estira en la silla y espera.
Cuando Ana vuelve con los vasos (uno de agua, otro de Coca—Cola) Santiago le dice:
—Me acuerdo que cuando era niño usaba de enemigos a las portadas de los libros que me daban miedo.
—Eras un niño muy rarito.
—Una madre, sí. Todavía tengo casi todos los libros que tenía de chico. Mis hermanos no los quisieron.
—Y dime, queridito, ¿entre tanto libro –dice paseando la mirada por los libreros del estudio— todavía sabes dónde están esos libros?
—No— responde riendo Santiago —El problema de tener tantos libros es que es muy difícil llevar la lista de dónde has dejado cada uno. Vaya, que lo peor de ser bibliófilo es acostarse en la cama y que uno de los libros que están bajo las sábanas se te encaje en los riñones.
—Auch.
—Pero es lindo tener tantos libros. Es lindo leer. Leer es que te digan a los ojos. Aprender a leer hasta quedarse dormido y dejar manchas de baba entre las páginas es lo mejor que puede llegar a aprender el ser humano.
—Ojalá no se te seque el cerebro, como al Quijote.
—Ojalá. No sé si debería preocuparme por el hecho de que me paso cada momento a solas construyendo diálogos imaginarios (y brillantes, por cierto) en el interior de mi cabeza. Aunque no tenga que pensar en decir cosas, o no tenga que dar declaraciones... debería dejar de imaginar conversaciones que probablemente no sucederán...
—Aunque delirar un poco nunca hace daño.
—El problema es cuando pienso en cosas taradas. Como la palabra “ósculo”. Ósculo siempre me sonó a beso de mariposa (ese que se da pestañeando las pestañas de la otra persona). Ósculo ocular, una cosa así.
—Bueno, esos son tus delirios idiomáticos.
—No soy tan fan de mi idioma, hasta eso.
—¿Del español? ¿Por?
—Porque no me sirve, claro. ¿Yo para qué quiero un idioma que no me dice lo que me dicen tus ojos?
Ana se sonroja. Si se diera el caso, se podría decir que se hinchó de ternura al escuchar a Santiago. Él prosigue.
—Dentro del universo del idioma (este idioma nuestro), hemos creado una suerte de código semiótico mutuo que, me temo, colma mi felicidad.
—Y la mía.
—Qué extraño es este idioma de quererte.
Santiago la mira y Ana retira la vista. Se hunde más en el sillón. Toma aliento y dice:
—Se puede acabar el día. Ya me mataron unas palabras. Y una mirada.
—Bueno, es que yo soy de donde dejo la mirada
—Es que a uno le lanzan una mirada de esas y le desconfiguran el día.
—¿Nadie te contó alguna vez cuán sexy es la inseguridad? ¿Que no hay cosa más tierna que una muchacha sonrojada?
—Por el glamour de dios, me ruborizo.
—¿Debería cobrar por hacer frases inolvidables?
—Deberías, serías rico.
—No tengo ilusiones de ser rico. Yo sólo planeo hacer lo que hago siempre: vagar.
—¿Es tu única ilusión?
—Bueno, eso y aprender a tocar el piano para trabajar en un cabaret y que las putas se sienten sobre él para cantar tangos tristes. Y tú, claro.
—Ya deberías ponerte a trabajar. Mañana no podrás levantarte, y les llevarás cara de panda enfermo a tus estudiantes.
—Ojeras, baby, el precio de la sabiduría.
—¿Te pondrás a trabajar?
—Sí. Pero antes me voy a autorrecetar tiempo y silencio.
—Entonces te dejo.
Ana sale del cuarto sacudiendo con la mano el cabello de Santiago. Se va al cuarto, y después de cambiar canal tras canal decide ponerse a ver una película.
Tres horas después, Santiago abre la puerta del cuarto y anuncia:
—He llegado al punto en que mis neuronas han abandonado la sinapsis y abrazado la sinopsis. Mañana, vía café, la vida recobrará sentido.
—Buenas noches, corazón.
Deadline.
Ana llega tarde a la casa. El sonido del impacto de las llaves contra el plato de latón que está sobre el librero alerta a Santiago. Sin embargo, éste no sale a recibirla. Él escribe. Tecleando lo más rápido posible para ganarle tiempo al tiempo pone un punto justo cuando Ana se asoma a la puerta, como parece ser que acostumbra.
—Llegué.
—¿Cómo te fue?
—No estuvo mal. Paseé mucho. Los pies me duelen horrores. Además, estuve todo el día cabizbaja. Imposible controlar la obsesión por la mancha de pasta de dientes. Y mantenerla vigilada. Y odiarla. –Santiago ríe— Pero supongo que, overall, el día estuvo muy bien. Compré tacitas.
—¿Más? Tienes millones.
—Déjame con mis tacitas. ¿Tú cómo estás?
—Meh.
—¿Y eso?
—Mucho trabajo.
—Oh, bueno, te dejo en paz
—No, no te apures. Realmente no estoy haciendo nada, sólo me hago el idiota un rato.
—¿Qué tienes que hacer?
—Un cuento. Y un artículo para un periódico. Oh, y revisar un ensayo, pero todavía no empiezo bien con ninguno.
—¿Y de plano no sale nada?
—Niet. Tengo una hoja en blanco delante de mí diciendo "ven aquí, cabrón, ¿por qué tiemblas de miedo?". Y claro, yo nomás tiemblo.
—¿Para cuándo es?
—Para mañana.
—Oh. ¿Todo?
—Sí.
—Oh.
—Para mañana a las nueve.
—Oh.
—Y llevo dos párrafos.
—Oh.
—Estoy jodido.
Ana ríe un poco
—Parece ser, sí. ¿Crees acabarlo?
Santiago se enciende un cigarrillo, recarga los pies en el filo del escritorio, y estira las piernas para arrastrar la silla lejos de la laptop. —Claro. Pero me gusta angustiarme.
—No entiendo cómo trabajas bajo presión. Yo, por más que intente, no puedo.
—Deadlines, honey. La única razón por la que el arte existe.
Ana ríe. Roba un cigarro de la cajetilla de Santiago, brinca sus piernas todavía estiradas, él hace un amague de quitarlas, pero lo hace tarde, ella ya está al otro lado. Ana se sienta en el futón, acomoda con un movimiento rápido una maceta con un cactus pequeño, y le pregunta: —¿Entonces qué piensas hacer?
—No tengo un gran plan –responde Santiago— tan sólo intentar escribir algo, lo que sea, pero que tenga colillas húmedas.
—Es tu tipo ideal de plan.
—Lo es, pero no es tan sencillo como parece. A decir verdad, confieso que para casi todas entregas me hacen falta unas cuantas horas.
—Y sin embargo, todavía no estás haciendo nada.
Santiago arruga la nariz –Déjame ser —dice— En este momento, en alguna parte del mundo, alguien más se está haciendo pendejo, y tú bien sabes que a mí me gusta ser solidario.
—Eres un procrastinador profesional.
—Tantos años de práctica.
—¿De qué es el cuento?
Santiago se incomoda –De, eh, no sé, cuento— le responde.
—Bueno, sí, me imagino, pero ¿de qué trata o qué?
—No me gusta hablar de lo que escribo.
Ana finge poner cara de ofendida —¿No me vas a decir, cabrón?— dice al momento de aventarle en broma un cojín pequeño. Santiago detiene el cojinazo con un gesto vago y ríe un poco. Ana sonríe, juguetona.
—Son supersticiones personales: si nunca digo de qué trata y si nadie sabe qué es lo que estoy haciendo, me irá bien. –Ana pone una cara que a Santiago le parece que le dice “anda, no seas ridículo”, entonces él añade: —Aún así prometo mostrártelo todo, sólo estate cerca.
—Lo estoy –Santiago sonríe, Ana también— voy por un té.
Ana, que se había quitado los zapatos en el estudio, sale caminando en calcetines del cuarto. La dureza del piso de madera lastima un poco sus talones, así que no duda en acelerar el paso hasta las alfombras de la sala. Atraviesa con calma el cuarto, caminando primero entre el sillón y la mesa de centro, luego subiendo los dos escalones que de alguna forma separan la cocina de la sala. Rodea la barra y sus pies sienten el frío de las lozas de barro. Vierte el agua del garrafón pequeño que compró esa mañana en una tetera. La pone al fuego. Mientras espera, escucha el rumor del sonido de los dedos contra las teclas que viene del estudio.
Santiago escribe. O, más que escribir, navega entre las ventanas del procesador de texto, haciendo algunos arreglos aquí, otros tantos por allá. Cuando Ana vuelve enfundada en su pijama y con la taza de té en la mano izquierda, Santiago no duda en volver a alejarse del escritorio.
—Cuando te piden que revises un ensayo sobre pornografía te cuestionas sobre tus cualidades literarias o si te saben alguna otra cosa.
—¿Te saben alguna cosa?
—No creo, soy discreto.
Santiago vuelve a acercarse a la pantalla. Su dedo hace que las páginas vayan sucediéndose una tras otra. Frustrado, cierra esa ventana. Ana lo observa.
—Qué triste es percatarte que estás haciendo mal lo único que, por lo menos en teoría, haces bien.
—No va bien, asumo.
—Para nada. Además tengo hambre.
—Eso no ayuda.
—No, it doesn’t. Tengo tanta hambre y tanta flojera que se me está antojando bien cabrón esa morona atorada en mi teclado.
—Éntrale.
—Debería.
Los dos sonríen y guardan silencio. Ana se concentra en el lento tic—tac del reloj de Santiago.
—No pensaba que escribir fuese tan difícil para ti.
—No es nada sencillo inventar mundos. Es, vaya, como sacar un conejo del sombrero cada vez que plasmas una palabra. A veces, sencillamente, los conejitos no están listos.
Ana asiente. —Sí, la verdad es que no sé cómo funciona eso –dice— no es del tipo de cosas que se me dan. Será porque soy implícita. Y cuando me explicito pierdo mi húmeda intimidad.
—Siempre has sido así. Me acuerdo que me frustraba horrores cuando te escribía correos larguísimos y tú me respondías sólo con un par de líneas.
—Te molestabas mucho.
—Sí, la verdad es que sí. Pero aprendí a lidiar con ello porque te quiero.
Ana sonríe. Santiago se pasa, sonriente, la mano por el cabello, dejando que sus dedos se enreden suavemente.
—Bueno, aún así –prosigue Ana— ¿Por qué te está costando tanto escribir? Pensé que era el tipo de cosas que hacías en automático.
—Usualmente así es, pero ahora se trata de escribir un artículo de actualidad, y ese tipo de cosas no se me dan. No tienes idea, no hay nada peor que escribir desde cosas concretas, desde ahí todo va cuesta abajo.
—Uy.
—Y luego está el detalle de la computadora. En vez de multitasking desarrollé déficit de atención. Y es en parte su culpa.
—El Internet es el gran enemigo del hombre.
—Fiel aliado de la ociosidad y la distracción.
—Pero es muy sencillo ser feliz con él.
—Es una cosita encantadora.
—¿Debo imaginar que te retacas de videos y de páginas estúpidas?
—No. O casi no. Leo mucho, eso sí.
—Eso es bueno.
—Leo demasiado, más bien.
—Eso es malo.
—Sé que es sabio aprender a vivir a sorbitos, pero con tanta agua y tanta sed sencillamente no se puede.
Ana se levanta, toma y enciende el último cigarro de la cajetilla. Separa las cortinas blancas, abre la ventana, se sienta en el marco. Se estira, succiona el alquitrán lentamente, sonríe.
—Para mí todo esto suena a excusas para no hacer nada.
—Lo son —admite Santiago— me gusta arrinconar la inspiración hasta que le de claustrofobia y reviente. O repegarme a ella en una esquina y meterle mano.
—Te complicas demasiado, guapo.
—No es complicarme, es llevarlo al límite. Además, ¿qué diversión encuentras en vivir sin dramas?
—Mira, querido, que mi vida no es precisamente ajena al drama.
—Dramas de escritura, me refería.
—No escribo nada, pero qué tal me siento en el marco de la ventana a fumar de madrugada mirando en lontananza. Actitud tengo.
—Nadie lo niega.
Santiago toma la cajetilla vacía, la sacude, revisa que no haya ningún cigarro escondido, la tira en la papelera. Después abre un cajón. Busca. Parece no encontrar nada. Cierra el cajón y abre otro. La acción se repite tres veces más.
—¿Me acabé tus cigarros?
—Me temo que sí.
Ana contempla lo que queda del cigarro. Son, quizá, unos tres centímetros. Duda un poco, pero al final lo avienta por la ventana.
—Perdón.
—No te apures. A decir verdad, no entiendo por qué siempre se me olvida el objetivo de mi vida: comprar cigarros.
—Tantos años dedicándote a eso, y fallar justo ahora.
—Sí, caray. Yo sí le echo ganitas a la vida, pero cuando no hay cigarros no hay cómo, caray.
—Tranquilo, no te vas a morir.
—Eso es lo que me preocupa, lo que no quiero es sobrevivir.
Los dos ríen un poco. Ana hurga en su bolsa, saca una cajetilla de Camel y se la avienta a Santiago. Él hace un gesto de desagrado, pero no dice nada y saca un cigarro. Fuego.
—A mí lo que me gusta es producir ceniza— dice Santiago dejando escapar el humo junto con las palabras.
—A mí lo que me gustaría es que te pusieras a trabajar.
—Ya, deja eso. Empezaré en un rato.
—En un rato puede ser muy tarde.
—Lo único difícil es animarme a empezar. El comienzo es lo importante, lo demás son sólo detalles y notas al margen.
—¿Nunca has quedado mal?
—Nunca. Hasta eso, la gente confía en mí.
—Y hasta te pagan, caray.
—Que me paguen por hacer lo que me gusta es estupendo; pero sería mejor que me pagaran más. Quiero vivir de tomar fotos, y hablar de cine, y tomar café, y leer a Kerouac, y fumar, como tú, en la ventana. Pero nadie me quiere pagar por eso.
—Si pudiera, yo te pagaría por hacer justo eso.
—Pero lo que yo necesito no son buenas intenciones de mecenas, sino un mecenas de buenas intenciones.
—Púdrete, pues.
Santiago sonríe. Se acerca a la computadora y lee un poco. No pasa mucho tiempo antes de que vuelva a echarse para atrás.
—Cada día dudo más de las palabras. Las mías, por lo menos.
—¿No te está quedando?
—No es eso. Es que, no sé, no me siento cómodo con el tema del artículo. Es como ponerse otra piel –Santiago reflexiona— No, no sólo es eso. Es como ponerse una piel que no te queda por apretada, una piel que espera que seas directo, lógico, coherente, sensato, exacto. Y yo soy todo lógico y exacto hasta que siento. –Santiago da un suspiro— —Escribo para retratar lo que ven mis ojos, así no sea lo real o lo consensuado; y ellos lo que buscan es algo tangible, latente. Es como encajar un círculo dentro de un cuadrado, ¿sabes?. Un círculo, por cierto, cuyo diámetro es más grande que los lados del cuadrado. Lo intentas hacer embonar y no queda. Hay una parte del área de mi círculo que entra (mi lógica, mi razonamiento, mis observaciones, en fin, mis defectos), pero las partes que me importan (incluyendo la línea curva) quedan fuera… y eso me incomoda. No me queda más que fingir que estoy dejando de fuera esas partes… Y eso de ajustar la mentira a los deseos de otros no es lo mío. Lo mío lo mío es migrar de una temporalidad a otra.
—¿Y por qué no, no sé, dices lo que queda afuera?
—No es un mérito decir siempre lo que se piensa. Es una pésima costumbre. Por lo menos en el ámbito laboral. Por lo menos en los periódicos. El periodismo es, por lo general, un mundo que sabe cómo usarte, pero no como valorarte o entenderte.
—¿Realmente odias los periódicos, cierto?
—Mucho, pero no sé explicarlo. Si me lo preguntas, es porque creo firmemente que la diferencia entre el periodismo y la literatura es que no usas las páginas de los libros para hacer piñatas.
—Qué crudo.
—Mucho, pero así me siento. Sobre todo hoy día. La máxima del nuevo periodismo parecer ser la de mandar gente que no sabe lo que cubre a preguntar a gente que no vio nada. –Santiago espera, pero Ana no asiente; sólo escucha. Santiago continúa— No sé, me decepciona la falta de análisis, es eso. En nuestros tiempos parece que el método de la duda es obsoleto. De un par de siglos para acá lo que mueve al mundo es la queja. Quienes supuestamente deberían dedicarse al análisis (incluyéndome) tienen acogerse a las pautas de la ideología de su periódico… y eso choca conmigo.
—Pero, a fin de cuentas es tu trabajo, ¿no te parece?
—Lo sé, lo sé. I’m just whining —hace una pausa al tiempo que deja caer la ceniza sobre el cenicero— pero a veces me gustaría escribir sin tantas mascaradas.
—Acuérdate, Santiago, que la pureza es para el agua potable, no para la gente.
—Es lo mismo que dice el Director…
Ana, al igual que Santiago, se queda en silencio. Santiago enciende otro cigarro, y Ana también toma uno.
—Estoy convencido de que el mundo es mucho mejor sitio que el que nos pintan los periódicos. Los headlines amarillistas no dejan de cansarme. Hay días en los que deseo que al final de una nota pongan un "Pero todo fue un sueño, ella está bien... en serio"; –Ana ríe— Pero, a la vez, también me preocupa que utilicen ese método para vender más ejemplares. No es que me preocupe, es que tengo la certeza de que lo harían. Entre los actos que mejor me salen está el de decepcionarme de la gente. Pero, claro, el mérito es de ellos.
—Ya, no te amargues.
—Sí, caray. Ya necesito otro discurso.
—Mira, a mí tampoco me encantan los periódicos, pero los leo rutinariamente para buscar si salieron mis sueños dentro del torrente de noticias.
—¿Alguna vez han aparecido?
—No, pero no pierdo nada con intentar.
—¿Y qué pensarías si algún día sucede?
—Sería como una confirmación. Para mí si algo no lo defines no existe, y voy por la vida con la esperanza de que alguien más se ponga a definir lo que sueño.
—Eso me suena más a labor de la psiquiatría que del periodismo.
—Es cierto, pero me ahorro un friego.
— Sin duda.
—Para mí la verdad es eso que todos desconocemos, pero que algunos intuyen; y si alguien lo intuye mejor que yo, para mí excelente.
—Yo en cambio he ido edificando mi vida sobre unas pocas convicciones que me reditúan muy pocas certezas. Sin embargo, me alegra esto de ir por el mundo sin saber bien qué pasa. Me gusta no saber dónde puedo terminar.
—Es lindo eso… siempre y cuando no termines en una zanja.
—Eso depende mucho de cómo eres.
—¿Y cómo eres?
—Sólo soy.
—¿Y qué eres?
—Soy lo que hago… sobre todo lo que hago para cambiar lo que soy.
—Excelente respuesta, my dear friend.
Ambos se sonríen, tranquilos. Ana suspira, todavía sonriente, y acaricia inconscientemente la madera del marco de la ventana. Luego le pregunta a Santiago:
—¿Ya te vas a poner a escribir?
—Quizá— le responde él ya menos fastidiado.
—Me doy cuenta de que el “quizá” y el "tal vez" es tu forma de no comprometerte con lo que dices
Santiago lo considera un poco, pero después asiente –Es cierto, pero supongo que es porque así soy. No me agrada comprometerme con las cosas. Te lo dije, me gusta no sentirme seguro de lo que creo, y creo que eso es porque me da más libertad de pensamiento. Los ideales fijos me molestan, y no puedo evitar lamentarme de a quienes las ideas les van como zapatos viejos que se resisten a tirar porque les resultan comodísimos. No me gusta atarme a lo que creo porque no estoy muy seguro de creerlo realmente. Nunca he aprendido a ser coherente, y eso es algo que nunca he echado de menos –hace una pausa, se reacomoda en la silla— Nunca he sido de los que se comprometen con alguno de los dos lados del poder, y eso es porque sencillamente no estoy convencido de ser capaz de poner, así como así, todos mis huevos en una canasta. Y, aquí entre tú y yo, el no saberlo no me molesta, ¿sabes?. No me molesta porque conceptos como poder, convicción e ideología me son algo ajenos. En realidad, el único poder al que aspiro es el poder de conmover.
—Don’t we all?
—Soy uno de esos que está muy lejos del noise. De lo político, de lo mediático, de lo artístico. Yo hago lo que hago y vivo como vivo; y aunque hay cosas que sé que no me gustan, también hay cosas de las que tengo una certeza, cuando menos emocional, de que me encantan. Hay política que detesto y políticos que me encantan, música que no tolero pero músicos que me simpatizan, periodismo que me revienta y periodistas en los que me reflejo. En fin, que soy todo contradicciones.
—Un poco como todos. Pero no todos escriben.
—Bueno, es que para mí es lindo escribir. Es de las pocas certezas que tengo.
—El arte, pues.
—No, no me estoy refiriendo exactamente al arte. Me refiero a crear. Para mí, todo es bueno en la vida cuando uno cree o se engaña creyendo que está haciendo arte
—¿Entonces escribes para engañarte?
—No, escribo porque tengo manos, porque me gusta el sonido del teclado, porque me gusta hundir las teclas con mis dedos.
Escribo porque me gusta levantar mundos de la nada, y tirarlo como piezas de un jenga. Escribo con la garganta entre las manos. Escribo para gozar y para que me lean. Y no sólo se trata de que me lean, sino de que atraviesen mi texto.
—Escribes, básicamente, para no matar a nadie.
Santiago ríe. La garganta, que siempre se le hace puño cuando se emociona, se relaja.
—Sí, es cierto. Lo más sorprendente es, sin embargo, todo lo que no se escribe al estar escribiendo.
—¿Para qué sirven los escritores si no para destruir la literatura? Debiste de haber sido poeta.
—No lo creo, no sería buen poeta.
—Pero de vez en cuando haces versos. Algunos son muy lindos.
—Pero hacer versos no es ser poeta. Si no, eso significaría que todo adolescente con acné que hace versos en el fondo del cuaderno es un poeta. Y no.
—¿Y por qué no?
— Porque el oficio del poeta es un oficio mucho más complicado que el de únicamente hacer versos.
—Yo no creo en el oficio del poeta porque no creo que la poesía sea un oficio.
—Quizá no lo sea, pero no puedes negarme que para hacer poesía se necesita tanto o más trabajo que cualquier otro oficio.
—La palabra poesía es una palabra demasiado peligrosa.
—Bueno, en sí, la poesía es una cosa peligrosa. Una navaja es un poema, y a veces un poema es una navaja. Yo, personalmente, odio a la poesía, pero eso es porque me mata.
—A mí me encanta la poesía cuando me aniquila, pero eso es porque creo firmemente que la poesía, toda, es esencialmente amor.
—Muchas cosas son poesía. En el bar, un niño mixteco llega a ofrecernos fundas para la laptop; bordadas con colores brillantes y soles. Yo pienso que eso es un poema. Pero, nunca me he creído como alguien capaz de hacer poesía. Así que yo ni poeta maldito, ni maldito poeta. Apenas llego a poeta malito; y a mí no me gusta quedarme tan a medias. Mejor me atengo a mi prosa, aunque la mayor parte de lo que creo que está bien en mí quede afuera.
—No creo que dejes lo mejor afuera. Creo que el área que queda en tus textos es, cuando menos, preciosa.
Santiago sonríe incómodo.
—Sé que es bueno escuchar palabras alentadoras y elogios, pero a mí me sacude… no el insulto, sino la voz de mi writer interno. A decir verdad –añade— me odio un poco si me halagan.
—¿Por?
—No sé, es de la lista de cosas que se me quedaron de cuando era niño. Cuando mis mayores me felicitaban, ignoraban estaban promocionando mi timidez, mi miedo a la realidad, mi pánico a la gente. En fin la vida.
—Qué ridículamente modesto.
—Es que, por más que me encante escribir, siento que es labor de hormiguita.
—¿Cómo que labor de hormiguita?
—Me refiero a que el gozo es muy personal y muy mío. Es una labor sencillita la que hago. En cambio, hay cosas que lees y te vas para atrás. No sé bien si me maravillo fácilmente o qué, pero no hay nada como meterse dentro del universo personal, qué digo, dentro del trabajo elefante de otro autor. Hay libros que dan sueño, no porque sean aburridos, sino porque son un sueño.
—Hay autores maravillosos, sí.
—Deberíamos de canonizar de forma pagana a algunos autores.
—¿Tipo San Saramago?.
—O San Murakami.
— San Juan Rulfo.
—San Ibargüengoitia.
—San Benedetti.
—San Benedetti, sí. Veamos, ¿qué otro puede ser?
—San Wilde.
—Sí, y San Alessandro Baricco.
—San Pablito Neruda.
—San Cervantes.
—San Kundera.
—Uy, no, ese no.
—¿Cómo que no?
—¿Todavía te gusta Kundera? ¿A tu edad?
—A ti te gusta Benedetti, corazón.
—Touché.
Ambos ríen. Ana le dice a Santiago “Voy por agua, ¿quieres algo?” y sale del cuarto en cuanto él asiente. Santiago ya no hace amagues de acercarse a la computadora. Se estira en la silla y espera.
Cuando Ana vuelve con los vasos (uno de agua, otro de Coca—Cola) Santiago le dice:
—Me acuerdo que cuando era niño usaba de enemigos a las portadas de los libros que me daban miedo.
—Eras un niño muy rarito.
—Una madre, sí. Todavía tengo casi todos los libros que tenía de chico. Mis hermanos no los quisieron.
—Y dime, queridito, ¿entre tanto libro –dice paseando la mirada por los libreros del estudio— todavía sabes dónde están esos libros?
—No— responde riendo Santiago —El problema de tener tantos libros es que es muy difícil llevar la lista de dónde has dejado cada uno. Vaya, que lo peor de ser bibliófilo es acostarse en la cama y que uno de los libros que están bajo las sábanas se te encaje en los riñones.
—Auch.
—Pero es lindo tener tantos libros. Es lindo leer. Leer es que te digan a los ojos. Aprender a leer hasta quedarse dormido y dejar manchas de baba entre las páginas es lo mejor que puede llegar a aprender el ser humano.
—Ojalá no se te seque el cerebro, como al Quijote.
—Ojalá. No sé si debería preocuparme por el hecho de que me paso cada momento a solas construyendo diálogos imaginarios (y brillantes, por cierto) en el interior de mi cabeza. Aunque no tenga que pensar en decir cosas, o no tenga que dar declaraciones... debería dejar de imaginar conversaciones que probablemente no sucederán...
—Aunque delirar un poco nunca hace daño.
—El problema es cuando pienso en cosas taradas. Como la palabra “ósculo”. Ósculo siempre me sonó a beso de mariposa (ese que se da pestañeando las pestañas de la otra persona). Ósculo ocular, una cosa así.
—Bueno, esos son tus delirios idiomáticos.
—No soy tan fan de mi idioma, hasta eso.
—¿Del español? ¿Por?
—Porque no me sirve, claro. ¿Yo para qué quiero un idioma que no me dice lo que me dicen tus ojos?
Ana se sonroja. Si se diera el caso, se podría decir que se hinchó de ternura al escuchar a Santiago. Él prosigue.
—Dentro del universo del idioma (este idioma nuestro), hemos creado una suerte de código semiótico mutuo que, me temo, colma mi felicidad.
—Y la mía.
—Qué extraño es este idioma de quererte.
Santiago la mira y Ana retira la vista. Se hunde más en el sillón. Toma aliento y dice:
—Se puede acabar el día. Ya me mataron unas palabras. Y una mirada.
—Bueno, es que yo soy de donde dejo la mirada
—Es que a uno le lanzan una mirada de esas y le desconfiguran el día.
—¿Nadie te contó alguna vez cuán sexy es la inseguridad? ¿Que no hay cosa más tierna que una muchacha sonrojada?
—Por el glamour de dios, me ruborizo.
—¿Debería cobrar por hacer frases inolvidables?
—Deberías, serías rico.
—No tengo ilusiones de ser rico. Yo sólo planeo hacer lo que hago siempre: vagar.
—¿Es tu única ilusión?
—Bueno, eso y aprender a tocar el piano para trabajar en un cabaret y que las putas se sienten sobre él para cantar tangos tristes. Y tú, claro.
—Ya deberías ponerte a trabajar. Mañana no podrás levantarte, y les llevarás cara de panda enfermo a tus estudiantes.
—Ojeras, baby, el precio de la sabiduría.
—¿Te pondrás a trabajar?
—Sí. Pero antes me voy a autorrecetar tiempo y silencio.
—Entonces te dejo.
Ana sale del cuarto sacudiendo con la mano el cabello de Santiago. Se va al cuarto, y después de cambiar canal tras canal decide ponerse a ver una película.
Tres horas después, Santiago abre la puerta del cuarto y anuncia:
—He llegado al punto en que mis neuronas han abandonado la sinapsis y abrazado la sinopsis. Mañana, vía café, la vida recobrará sentido.
—Buenas noches, corazón.
lunes, 24 de mayo de 2010
Plática de madrugada.
-Voy a ponerme como una sonda para no tener que ir a hacer pipí nunca; porque ya viene el frío, y odio tener que sentarme en las tazas heladas.
-¿Ya viene el frío?
-Sí.
-¿En Mayo?
-Sí. Eh, no. Aguanta. OK. Pensé que seguía el invierno.
-¿Después de la primavera?
-Bueno, ya, ya viene el invierno, como en unos cuantos meses.
-Sí, como en seis...
-Bueno, ya viene ¿o no?
-¿Ya viene el frío?
-Sí.
-¿En Mayo?
-Sí. Eh, no. Aguanta. OK. Pensé que seguía el invierno.
-¿Después de la primavera?
-Bueno, ya, ya viene el invierno, como en unos cuantos meses.
-Sí, como en seis...
-Bueno, ya viene ¿o no?
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