sábado, 13 de marzo de 2010

Capítulo sin número número ocho.

N. del A. He estado escribiendo la novela por la que me dieron la beca (triste excusa para no seguir posteando en este blog venido a menos), y me se ha ocurrido subir un fragmento. Notarán (ojalá) que hay fragmentos de cuentos y demás cosas que he subido aquí. Todo es parte de todo. Un saludo, pues.

Plática de medianoche
.

Ana recarga su mano en el marco de la puerta de la oficina de Santiago. A él le toma un par de segundos darse cuenta que ella está ahí.
-¿No puedes dormir?
-No.
-¿Y eso?
-Es irónico, pero los dolores de cabeza por dejar la cafeína no me dejan dormir.
-Uy, cierto, no he comprado la cafetera.
-No te apures. ¿Tú qué haces despierto tan tarde?
-Insomnio nomás. Me harté de estar soñando despierto en el colchón y mejor me puse a adelantar trabajo.
-¿Qué soñabas despierto?
-Nada particularmente interesante. –luego hace una pausa- En el país del insomnio todos los sueños carecen de alas. –añade sonriente. Y ella también sonríe.
-Qué bonita frase.
-De hecho es genial porque la tenía preparado desde hace dos años. Nunca había podido utilizarla.
-Eres un actor en ciernes. ¿Me regalas un cigarro?
-Sírvete
Ana da fuego y echa un chorro de humo hacia el techo. Luego observa meticulosamente el cuarto, repasando los libreros con la mirada. Santiago sabe que Ana está por decir o preguntar algo. Quiere romper el silencio, pero sabe que no es tiempo. Varias veces ella parece estar a punto de hacer un comentario, pero lo ahoga antes de llegar a expulsarlo. Sigue observando.
-¿Y ese mono?- Pregunta señalando el tercer estante del segundo librero.
-Es mi Cantinflas.
Ella ríe -¿Por qué tienes un títere de Cantinflas?
-No te rías, mi títere de Cantinflas es mi mejor amigo.
-¿Por constante, tieso y barato?
-Como el resto de mis amigos.
-El resto de tus amigos no son constantes, corazón.
-Por eso mi Cantinflas es el mejor de ellos.
Ella ríe e inhala. Él cierra la computadora y se levanta. Le toma un rato estirarse, y empieza apretando los ojos, rascándose la punta de la nariz, y sacudiendo las tibias hasta que se desengarrotan.
-¿Cenamos algo?
-¿A esta hora?
-¿Qué más podemos hacer?
-Bueno, depende. ¿Qué me harás de cenar?
-Tengo antojo de quesadillas.
-Suena bien.
-No suena bien, suena excelente. No sé si tú lo sepas, pero Dios descendió del cielo y tomó forma de quesadilla.
-Ese dato no figuraba en mi memoria.
-Grábatelo.

Santiago calienta las tortillas mientras Ana rebana el queso. Para maniobrarlas Santiago utiliza unas pinzas que se robó de una panadería. Trabajan callados, cada uno por su lado. Ana corta más queso de la cuenta, pero Santiago se dedica a comer los sobrantes en lo que se derrite el queso. Ana saca unas cervezas, las sirve, y se sienta en la barra de frente a Santiago para observar la frecuencia con que se quema con el borde del sartén. Él termina, le sirve el plato, y cuando ella acaba con la primera le dice:
-No entiendo cómo una vulgar tortilla con queso me puede hacer tan feliz.
-Queso y tortilla. ¿Qué más podrías pedir?
-Otra cerveza. Esta cosa sabe a agua, ¿que el milagro no era al revés?
-Cristo debió de ser la onda en las fiestas. Ya me imagino a los apóstoles gritándole “¡Hey, Chuy! un whisky en las rocas para mí y un cosmopolitan para las señoritas”- dice antes de darle otra mordida a la quesadilla mientras Ana suelta una carcajada -Aunque seguro que se ponía malacopa y les pedía las llaves de los borregos.
-¿Borregos?- le pregunta Ana entre risas.
-Seguro que los apóstoles montaban borregos- dice sonriendo pero mirando al plato.
Ana sigue riendo otro poco. Luego, todavía con la respiración un poco ahogada, le dice -Ay, corazón; estás bien loco.
-Y orgulloso, caray. Ya estoy confeccionando mi camisa de fuerza- hace una pausa para terminar de masticar -Será de tweed.
Ella ríe un poco más en lo que él termina de comer. Apenas termina, Santiago se enciende un cigarrillo. Luego añade: -Por cierto, hablando de locos… mañana dejo la terapia.
-¿Y eso?
-No sé, cada vez me convenzo más y más que esto de ir a terapia ya se está convirtiendo en un perenne striptease en slow motion que no me soluciona nada. Además, estoy un poco cansado de la vida con subtítulos.
-¿Cómo es la vida con subtítulos?
-Es fea. Imagina que vas con un tipo, le hablas, y él te traduce tu vida en términos que no comprendes. Luego le pagas. ¿Te divertiste? No. ¿Aprendiste? No. ¿Te sientes mejor? No. ¿Sigues yendo? Sí. ¿Tiene sentido?
-No, al parecer no.
-Además mi terapeuta nunca se ha molestado en comprar un chaise long Le Corbusier. Si tengo que abrirle el corazón, prefiero estar cómodo.
Ella ríe, y en lo que él lleva su plato al zinc ella termina con los restos de quesadillas. Cuando Santiago vuelve Ana ya tiene un cigarro encendido.
-¿Por qué empezaste a ir?
-Pues… parecía buena idea. En realidad empecé a ir porque una ex-novia mía (que era psicóloga) me convenció de que podría ayudarme.
-Ayudarte a qué, a eso me refiero.
Santiago suspira.
-Creo que en ese entonces yo ya había convertido muchas de mis manías en verdaderos vicios profesionales. No era particularmente grave, pero Carla (que así se llamaba) estaba convencida que podría empezar a derivar en algo más serio. Yo le seguí la onda y fui. Luego Carla se fue (o la fui, más bien), pero yo seguí yendo al consultorio.
-¿Qué pudo haber sido más serio?
-Puff, no tengo idea. Algún episodio maníaco o algo por el estilo. Seguro que tenía miedo de que me diera una crisis y saliera a la calle a violar a cuanta mujer me cruzara.
-¿En serio pensaba eso? Llevo conociéndote años y nunca te he visto como un violador compulsivo que espera su turno.
-Yo tampoco lo creo- dijo alzando los hombros- pero siempre tuve la impresión de que era ella la que estaba loca.
Ana le dio otra calada al cigarro. - Por cierto, que te viole un violador serial debe ser refeo. Es decir, violó a otras y seguirá haciéndolo. No eres especial ni como víctima.
Ahora es Santiago quien ríe. Ella aprovecha para llevar su plato al fregadero. Él decide mudar el cuerpo a un sillón y dedicarse a observar sus estantes. Le gusta hacerlo, le gusta observar como quien no conoce su casa, su historia, su mundo personalísimo, y se pregunta cómo es que nadie pregunta, por ejemplo, cómo consiguió la réplica en miniatura de la torre Eiffel que tiene en el tercer estante del segundo librero contando desde la derecha, o por la anécdota de los zapatos que están colgados de un clavito frente a la sección de las ces, o por los orígenes míticos del papel de un empaque de cigarros que se decidió a enmarcar y que colgó en uno de los resquicios que dejó en los libreros para fines exhibicionistas. A Santiago le gusta hacer como que no sabe y que pregunta sólo para poder recordar la anécdota del recuerdo.
-¿Ves ese empaque de cigarros?- le pregunta cuando Ana termina de lavar los platos y se sienta junto a él.
-Lo veo.
-Es un recuerdo de la primera vez que fui a Nueva York.
-Nunca he ido.
-Es lindo. O más que lindo.
Los dos contemplan el objeto enmarcado.
-Había ido a visitar a unos tíos. Cuando llegué apenas tenía 19 años. Era la sala de aduanas más limpia del mundo, te lo juro. Y estaba yo esperando en la fila entre un grupo de monjas y una pareja de pakistanís. Las monjas casi no hablaban entre ellas, y la mayoría sólo se dedicaba a estrujarse las manos. Había una monja enana, me acuerdo, que parecía pingüino.
Ana ríe.
»El gringo que me tocó no parecía mala gente. Me pidió los papeles, los revisó y me dijo Santiágou como confirmando. Sí, Santiágou. Luego sonrió. En serio que no parecía mala gente.
“¿Álgou que declarare?” me preguntó.
“Nope.”
»El gringo asiente, se pone los guantes, y se dedica a explorar mi maleta. Saca las tres cajas de Marlboro rojos y las pone sobre la mesa. Yo espero y pienso y me pregunto si estoy nervioso. Como no estaba temblando lo más seguro es que no lo estaba. Si no tiemblo es porque no lo estoy. Y la verdad es que no lo estaba. Seguro que no lo estaba porque el gringo no parecía mala gente. Él siguió revisando mi maleta con sus guantecitos. Yo no me preocupé; amén de los cigarros, unos libros y bastante ropa, no llevaba nada más.
“¿Pour cué tantous cigarrilios, Santiágou?” me pregunta mientras cierra mi maleta sin haber guardado las cajas.
“‘Cause I smoke a lot” le respondo.
»El gringo me observa y sacude el bigotito. Se pone a revisar algo en la computadora y yo no dejo de preguntarme si me podré robar un par de guantes. El gringo termina de darle al teclado, toma mi pasaporte y visa y los vuelve a revisar. Los pone sobre la mesa, lo mismo que la palma de sus manos.
“How old are you, Santiágou?”
“Just turned 19 last month.”
“And why are you bringing so many cigarettes, Santiágou?”
“Because I smoke a lot, I’ve already told you” le respondo.
»El gringo acomoda las cajas paralelas las unas a las otras. Me observa. Las observa. Me observa. Las observa. Vuelve a la computadora.
“How much time are you planning to stay in the country, Santiágou?”
“Just a couple of weeks.”
“And do you really need thirty packs of cigarettes, Santiágou?”
“Well… I smoke ‘round two packs a day, so yeah.”
“Geez, two packs a day… that’s a lot for a young guy like you, isn’t it?”
“You could say, yeah.”
“Aren’t you worried about your health?”
“Not really.”
“Smoking causes cancer, you know?”
“I know.”
“And why do you keep smoking, Santiágou?”
“‘Cause I already have cancer, sir.”
»El gringo se congela. Lo que sea que estuviera escribiendo lo interrumpe. Voltea a verme. Parece estar a punto de decirme algo, pero no le sale. Entro para salvarlo.
“It’s pancreatic cancer, you know? My lungs are fine, if that’s what’s keeping you worried.”
“I’m sorry.”
“You don’t have to be. You didn’t knew.”
»Y me observa, pero no como antes. La lástima en las pupilas siempre me ha parecido una lástima de pupilas. El gringo vuelve a lo suyo mientras evita mirarme a los ojos. Sella lo sellable y anota lo anotable con un silencio tenso. Yo me iba enrollando la bufanda en el dedo.

» “I think that’s about it” me dice mientras vuelve a meter las cajas de Marlboro en la maleta “Good luck, Santiágou.”
“Thanks.”
»Cojo mis cosas y salgo de la aduana. Salgo. En la sala de espera veo, a lo lejos, a mi tía y a un par de primos. “Camina y sonríe” me digo “Camina y sonríe, sí señor”. Los abrazos y los besos con saliva en la mejilla. No sé qué hacer cuando noto los lagrimeos de mi tía que no puede creer que esté tan grande. Yo, en cambio, no puedo creer que mi prima esté tan buena. Yo ni siquiera sabía que tenía una prima, pero es ella quien toma mi brazo para dirigirnos a la salida. Mi tío ya nos estaba esperando en el carro. No era un buen carro, pero era un carro, qué caray.

»Parecieron horas lo que nos toma en llegar a la casa con tanta pregunta que me iban haciendo. La mayoría eran preguntas para saber el estado de salud de parientes de los que yo nunca oí hablar. Para enfado de mi tía le tuve que confesar que soy un pésimo informante porque soy pésimo chismoso, y qué le vamos a hacer. A veces mi prima me tomaba de la mano y me preguntaba cosas del país. Tenía acento de pocha, pero a mí de cualquier forma se me paraba cuando me tocaba (no te rías). En esas estaba cuando mi tío anunció “Ya llegamos” y yo tuve que hacerme el idiota unos minutos para que se me calmara el asunto y poder bajar tranquilo del carro. La casa no era una linda casa, pero por lo menos era una casa.

»Ya, llego y saludo a un par de primos que no sabía que existían mientras mi tía me da instrucciones para llegar a mi cuarto y dejar la maleta. El cuarto en sí no era un gran cuarto, pero no era un mal cuarto. Aprovechando que me dieron tiempo para poder acomodarme me puse a vaciar la maleta sobre la cama (que no era una gran cama, pero qué le vamos a hacer). Calcetines, calzones y playeras a los cajones. Los libros los fui apilando en el buró. Las cajas de cigarros me las acomodé bajo la axila y salí al pasillo para buscar el baño.

»Por suerte el baño era un gran baño, y hasta me dio gusto cagarlo.

»Del baño bajé a la sala y me encontré a mi tía acomodando papeles en un escritorio.
“¿Todo bien, m’hijito?”
“Sí, tía.”
“¿Ya viste dónde está la cocina, el baño?”
“Sí, tía; ya vi.”
“Muy bien, muchachito.”
“Aquí le dejo sus cigarritos, tía.” le dije y me encendí un Raleigh.

Ana queda en shock varios segundos. Santiago le sonríe. Ella, por fin, rompe en risa .
-Eres un cabrón- le dice entre risa y risa.
-Y tú una cosa linda- le responde él, ahogándole la risa.
Se sonríen un rato, y ella quizá se ruboriza un poco, pero se recompone. Le observa y le sabe la razón de la sonrisa.

- Me gusta gustarte porque sé que a ti casi no te gusta nada. Uno de los halagos más lindos que alguna vez me han dicho me lo dijiste tú, de hecho: “Tienes ese nosequé que hace que uno te mire.”
-Y todavía lo firmo, caray.
-Creo que lo dijiste la primera vez que salimos.
-La vez del café.
-Y lo de olisquearnos.
-Y lo de besarnos en el lobby del cine abandonado.
-Ahora es un cine porno.
-Como todos los cines bellos.
-Ese día decidimos seguir saliendo juntos.
-Lo recuerdo.
-Y seguiste saliendo conmigo porque soy encantadora, ¿verdad?
-No, fue porque intuía que el sexo iba a ser increíble.
El cántaro de la risa, frágil por las cervezas y por la hora, se rompió de nuevo, y las carcajadas-cataratas se vaciaron por el espacio de la sala. Ana se levantó y abrió la segunda de las puertitas para sacar los chocolates.
-Por lo que veo, no puedo esconderte los chocolates.
-Bien sabes que amo los chocolates.
-No se me olvida, no.
Ana reflexiona antes de meterse un chocolate a la boca: -Amo el olor del mar y podría vivir a base de queso, chocolates y sandía. Mentira, preferiría un buen abrazo, aunque no sepa cómo pedirlo.
-Si quieres puedo abrazarte.- dice Santiago.
-No, no se trata de eso… -le responde
-¿Entonces de qué trata?- pregunta.
Ana observa otro de los chocolates en silencio durante un rato. Frunce el ceño. Busca la forma más adecuada de explicarse.
-Cuando era niña –dice rompiendo el silencio- no contestaba el teléfono porque no soportaba la incertidumbre de decir “Bueno” sin saber a quién. Y… creo que, de alguna forma, Algo de ese miedo ridículo se me quedó guardado. Siempre fui la antisocial del grupo, la menos metida, la más introvertida. Siempre fui una outsider, siempre me encargué de serlo. Yo era quien tenía que estar fuera de lugar, fuera del cuadro. Inclusive dentro del círculo de mis amistades cercanas me aseguraba de dejar un lazo bien marcado de quienes eran ellos y quién era yo. Pero creo que en ese tiempo yo no tenía idea de quién era yo. Carajo, que hoy día no tengo idea de quién soy yo.
Por lo menos ya dejé de buscar mi identidad en las cosas que me gustan, y ahora me río de los clichés y los lugares comunes… Pero no dejo de preguntarme en qué momento fue que dejé de hacer todo lo que me gustaba. Sí, supongo que gran parte se ahogó en mi relación con Armando. Estoy más que consciente que estar con alguien implica ceder un poco, crecer otro tanto y olvidarse lentamente de lo que era ser una misma para convertirse en alguien que se decide a compartirse con otro. Lo que no acabo de entender es cómo fue que me disolví tanto. Llegó al punto en que todo lo que me gustaba, todo lo que hacía y me emocionaba y etecé se había convertido en un borrón en el cuaderno. Y lo alarmante es que no me importaba, ¿sabes? Todo lo que solía ser pasó a segundo plano por dejar pasar los días. A decir verdad, lo que me molesta es que siento que perdí mi capacidad (que solía ser enorme) de fascinarme por el mundo.
-Supongo que, eventualmente, a todos nos pasa.
-Pero creo que en esto fui precoz.
»Si saco la cuenta, no sabría decirte a ciencia cierta qué fue de mí estos últimos años. Hoy en cuanto saliste a trabajar decidí que la mejor opción era quedarme. Estaba agotada. Pensé que lo mejor sería comer algo, descansar un poco y quizá esculcar entre tus libros. Pero no pude. No sé exactamente en qué momento fue (no debió ser mucho después de que te fueras), pero yo iba caminando al baño y de repente me cayó el golpe. Me senté a la orilla del sillón, me abracé las rodillas y así pasé toda la mañana, toda la tarde. Caí en cuenta de todo, ¿sabes? Por primera vez comprendí, asumí, realicé, yo qué sé, todos mis errores y todos mis fracasos. Por fin logré asimilar el vacío de estos últimos seis años. Por fin me asumí: Yo soy mi responsabilidad. Aventar culpas sólo denota mi inmadurez y las ganas de presentarme como una niña asustada por un ratón. Y no, ya no lo soy. Me fui, te fuiste, no me detuve, no te detuve. Lo sé, me queda claro. Pero, a la vez, no sé vivir sin saber qué tanto de lo que sucedió fue mi culpa.
»Dime, Santiago ¿fui yo la puñalada, o yo la que clavó el puñal?«
Santiago no sabe qué responder, y la verdad es que por largo tiempo él se había estado haciendo la misma pregunta. Cualquier palabra o frase se le ahoga. Ana lo entiende.
- No te apures, la verdad es que yo tampoco lo sé... y tampoco estoy muy segura de querer saberlo. Pero, a la vez saber es la redención del culpable (la verdad es que alguien debería hacer una radiografía de mi culpa. Apuesto que sería asombrosa). Sí, soy de la idea de que entender y entenderse es la única forma de hacer las paces y seguir andando y admito que es una de las razones por las que me decidí a venir aquí. Y sucede que yo no he podido seguir andando: Todavía te observo y algo muy dentro mío se remueve. Por ejemplo, ahora que te veo (así, tan tierno, y tan atento, y tan callado), termina por parecerme una torpeza ser sólo lo que somos. Otras veces, en cambio, ese pensamiento me parece una estupidez«
Ana da un suspiro tremendo. Quizá le tiembla un poco el labio, pero cuando habla su voz está quieta:
-Seré breve, muy breve: Te he extrañado y eso duele. Tenerte aquí, estar aquí se me ha vuelto una especie de lucha interna entre querer estar y no saber si puedo estar. De alguna manera siento que dejé caer las piezas, y por más que quiera no tengo idea de si tengo venia para volver a levantarlas.
»Si he de serte sincera, a veces (sólo a veces) siento un poco de envidia por las personas que logran amarse entre sí sin mayores conflictos.
-Yo no- irrumpe Santiago- yo le tengo una cierta compasión a aquellos que creen tener las cosas claras.
-¿Inclusive a mí que quiero tenerlas?
-Inclusive a ti. Soy de la idea de que el equilibrio es imposible porque el mundo no es una delgada línea entre dos conceptos que hay que armonizar. Hay miles de factores en juego, y tengo la impresión de que sólo te dedicas a reducirlo a víctima y victimario.
»Para desgracia de tu argumento, la realidad tiene una paleta enorme de matices de gris, a diferencia del mundo de tu consciencia en donde todo es blanco o negro; así que por favor, ahórrate el convencerme de que eres tú y que no soy yo. Asumir la responsabilidad ajena también es parte de asumir la propia responsabilidad. Bien lo dijiste: “Me fui, te fuiste, no te detuve, no me detuviste”, ambos compartimos esa culpa, no te martirices.
-Pero estoy harta de esta incertidumbre.
-¿Y buscas consuelo?
-El no sentir a veces es cura.
-El no sentir es aburrido.
-¿Entonces qué me queda?
-Hay dos sopas: aceptarlo o ignorarlo.
Ana truena la lengua
-¿No hay de otra?
-Supongo que un milagro tampoco caería mal.
-Puede que los milagros existan, pero son alérgicos a mí. Además no sabría a quién pedirlo.
-San Judas no sería mala idea. Caray, que la verdad es que parece que es el santo patrono de este país
Ana, por fin, vuelve a reír, y la risa se le contagia a Santiado. La tensión que se les había estado acumulando en las sienes y en el puente de la nariz pareció desaparecer por completo.
-De alguna forma me desespera esto que soy. Esto de ir por la vida diciendo “Buenos días, me llamo Ana y ando entre que voy y no voy, entre que puedo y no quiero, entre que me hago la idiota y sigo sintiendo...” no es particularmente agradable. Si yo fuera otra clase de persona me gustaría más mi vida.
-¿Y qué tipo de persona eres?
-Una que quiere ser feliz.
-Entonces me gusta la persona que eres.
-Pero la persona que soy carece de méritos propios.
-No es cierto, eres linda. –dice Santiago, pero por la mirada entiende que no fue suficiente- Y amable. También eres amable.
-Como si valiera de algo ser amable.
-No cuesta ser amable, lo que cuesta es parecerlo. Recuerda que en un mundo sin concesiones cualquier refugio es bienvenido.
Ana sonríe. Después, sin quererlo, en un gesto automático, consulta la hora. Se dice “sin quererlo”, porque parte de la magia de una noche en vela es nunca saber en qué plano de las horas se mueven las bocas.
-Dios mío, es muy tarde…
-¿Qué hora es?
-Las cuatro.
-Bastante tarde, sí.
-Deberíamos dormir.
-¿En serio? Podríamos seguirle.
-Pero mañana, cuando te levantes para la escuela, no va a ser bonito.
-La felicidad también puede ser dormir poco y pasarse la noche en vela... –Santiago suspira- Y a veces es mejor que no amanezca, porque el mañana sólo significa "a hora temprana", y las horas tempranas como que no van conmigo.
-¿También lo tenías preparado?
-Claro, mi naturalidad está pomposamente ensayada. Pensar mucho las cosas es masturbación intelectual.
La risa arranca de ambas partes: una por la naturalidad de la respuesta, y la otra por haberla ideado.
-A veces puedes ser muy bobo- dice Ana entre risas.
-Bobo, sí, ¿Pero también culto, y simpático y lindo?
-Nope, nomás bobo. –responde Ana con la risa todavía tallando en la garganta.
-Qué infravalorado está el candor.
Ella ríe un poco más, y Santiago no hace más que sonreír viéndola. Después, cuando los borbotones de risa se hacen más espaciados, le dice:
-Me gusta hacerte sonreír.
-¿Mucho?
-Sí, mucho. Aunque, en realidad, es una cuestión más bien egoísta.
-¿Cómo egoísta?
-Verás, soy feliz cada vez que sonríes, entonces quiero esa felicidad toda para mí. – le responde Santiago.
Ana sonríe, y en la sonrisa Santiago entiende.
-Ven, vamos a dormir- le dice Ana.