domingo, 14 de septiembre de 2008

desbordándome

Cristian vivía en la casa de la izquierda. Parecía chino y era mi mejor amigo. Su familia era cristiana, y me invitaron a ir a la iglesia con ellos un par de veces. Algo que tienen en común todas las religiones es que son aburridas. Pero a mí se me hacía muy chistoso que se llamara Cristian y fuese cristiano. Jugábamos a los carritos en su patio. Tenía muchas piedritas y hacíamos caminos. Alguien, no sé quien, me regaló una vez una especie de croquis para jugar a los carritos. Con calles, espacios para estacionarse y todo. Yo lo llevaba a casa de Cristian y se lo presumía, y jugábamos en él, y acababa todo raspado por las piedritas. Una vez entré a su casa. Era fea, pero en su cuarto tenía una alfombra enorme con más callecitas, autopistas y estacionamientos de los que jamás había imaginado. Desde esa vez, no volví a sacar mi mapita.

Cristian tenía una litera que me fascinaba aunque siempre oliera a orines. Él y su hermano mayor (que a mí se me hacía enorme, pero en realidad debió haber tenido unos nueve años) dormían en la cama de arriba. Su hermana menor dormía en la cama de abajo. Una noche, la cama de arriba se cayó y su hermana murió al intante. No sé por qué no me acuerdo de su nombre.

Sólo éramos dos niños en mi calle. O por lo menos en ese lado de la acera. Nunca -jamás de los jamases- cruzábamos la calle.
Una tarde llegó David a la casa de al lado. La de la derecha. Tenía juguetes de los caballeros del zodiaco y con eso se ganó a Cristian. No lo niego, soy celoso. Preferí estar sólo, a tener medio amigo. Además, los dos eran más grandes y ya se sabían la tabla del dos. Yo ni sabía que era una tabla; y creo si hubiera sabido, quizás no habría tenido tantas ganas de saberlas.
Así que dejé de juntarme con Cristian y me encerré a cal y canto en mi casa. Pero luego su hermana se murió y se mudaron. A la Zona Río, creo. Cuando nos depedimos, me dijo que estaba invitado cuando quisiera. Pero nunca lo volví a ver.

David y yo nos hicimos mejores amigos, pero creo que nunca lo quise mucho. Él era Yoga y yo Seiya, y yo tenía un bat de baseball y jugábamos en mi patio sin entender mucho lo que hacíamos.
Un día, apareció Édgar. Vivía a tres casas a la derecha, y tenía un jardín enorme y plano. Todos los patios que conocía eran inclinados, y si jugabas fútbol, la pelota siempre iba a gol. Pero el patio de Édgar era enorme, y su papá vendía maquinitas de videojuegos (de esas que hay en las pizzerías) y nosotros podíamos jugar gratis. Además, sus rejas eran altas y no volábamos la pelota cada cinco minutos.

Una tarde jugábamos con nuestros dinosaurios de Jurassic Park mientras comíamos pasto y el sol caía. Al día siguiente yo tenía que volar a México para ver a mi papá y no los vería por dos meses. Y el sol estaba rojo y yo, no sé por qué, supe que ese momento era el último día de mi infancia. Todavía lo pienso. Todavía pienso que a los siete años se me murió la infancia.